El 'New York Times' quiere otorgar ‘derechos’ a los ríos
El medio estadounidense redobla su apuesta por humanizar la naturaleza, otorgándole derechos, sentimientos y hasta representación legal. Sin embargo, todo parece indicar que hay una intención política detrás de sus expresiones.

New York Times
El New York Times (NYT) publicó recientemente un artículo de opinión, firmado por el poeta Robert Macfarlane, que apela más a la sensibilidad que a la razón. Bajo un tono poético y casi espiritual, celebra la remoción de cuatro represas en el río Klamath, en California, describiendo cómo “una explosión de amapolas, vara de oro y otras plantas nativas” marcó la primera primavera tras lo que llama la "liberación" del río. Como si se tratara de un prisionero político, el Klamath fue “desencarcelado” de sus diques, y ahora –según el NYT– comienza un proceso de sanación casi milagroso.
De esta manera, uno de los medios más influyentes del mundo redobla su apuesta por humanizar la naturaleza, otorgándole derechos, sentimientos y hasta representación legal. “El río se está curando solo”, cita el artículo a un biólogo de la tribu Yurok. Todo se enmarca en lo que el periódico describe con entusiasmo “el movimiento por los derechos de la naturaleza”, una corriente que propone reconocer “los derechos inherentes e inalienables de los ecosistemas y las comunidades naturales a existir y florecer”.
Uno de los ejemplos que el NYT destaca con orgullo es el caso de Ecuador, que en 2008 modificó su Constitución para reconocer a la naturaleza como sujeto de derechos, convirtiéndose en el primer país en hacerlo. En 2021, ese mismo marco legal permitió que la Corte Constitucional ecuatoriana frenara un proyecto minero por considerar que violaba “los derechos del bosque nuboso y de su sistema fluvial asociado”. Dos empresas tuvieron que retirarse. No porque afectaran a una comunidad o al medio ambiente humano: porque afectaban al bosque en sí, como si se tratara de una víctima jurídica con derechos vulnerados.
Otro caso citado es el del río Whanganui, en Nueva Zelanda, declarado en 2017 una “entidad espiritual y física”, con guardianes legales designados para proteger su mauri o fuerza vital. Y más recientemente, el del río Marañón en Perú, reconocido legalmente como un ser vivo con “derecho a existir, fluir, dar vida y estar libre de contaminación”.
Según el NYT, todo esto es no sólo lógico sino esperanzador. “Ríos como fuerzas dadoras de vida, y como presencias portadoras de derechos”, afirma el artículo. Para reforzar el argumento, incluso lanza una comparación peculiar: si las corporaciones tienen derechos legales, ¿por qué no un río? Pero claro, lo que omite es que las corporaciones existen para representar intereses humanos, mientras que los ríos no hablan, no votan, no eligen abogados.
La lógica que propone el artículo está tan teñida de misticismo que roza lo religioso. Habla de una “doctrina de supremacía humana” como causa de todos los males ambientales, y presenta como alternativa una cosmovisión donde el ser humano ya no está en el centro, sino que está sujeto a una interdependencia con “seres vivos” como las cuencas hídricas, glaciares y demás.
La intención política detrás de las críticas ecologistas
También hay una intención política explícita: el texto carga con dureza contra la Administración Trump, acusándola de debilitar la Ley de Agua Limpia y promover la expansión minera, forestal y energética, al mismo tiempo que desprecia esta visión ecocéntrica. Una visión que, dicho sea de paso, no resuelve problemas concretos como la producción energética, el trabajo o la seguridad alimentaria, sino que los sustituye con una espiritualización de la geografía.
Y mientras se reconocen derechos a un río o a una laguna, se invisibiliza al ser humano, a las comunidades que dependen de esos recursos, al desarrollo sostenible que busca equilibrar conservación con progreso.
Así, con una narrativa cargada de sentimentalismo, el New York Times ofrece una visión del futuro donde la naturaleza no sólo tiene voz, sino abogados, defensores y constituciones a su favor. Y donde el ser humano –tan imperfecto, tan contaminante, tan capitalista– empieza a sobrar en la foto.
JNS
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Pero hay una ironía evidente en estos argumentos: el autor escribe para una de las corporaciones mediáticas más poderosas del planeta, que no opera desde una choza de barro sino con tecnología de punta, oficinas vidriadas en Manhattan, servidores en la nube y un modelo de negocios profundamente capitalista.
Dicho de otro modo: los ríos pueden tener derechos, pero su voz se difunde gracias a servidores, electricidad y publicidad digital. No gracias a la energía solar comunitaria ni a un telar de hojas de banano. Incluso los activistas más fervorosos se apoyan en estructuras industriales, comunicacionales y tecnológicas –esas mismas que denuncian– para difundir su mensaje.
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