La demonización demócrata de los republicanos es mala para la democracia y para EEUU
Algo más que la seguridad de la comunidad judía estará en juego si no encontramos una salida a una guerra civil ideológica alimentada por una retórica política salida de madre.
A las puertas de las elecciones de mitad de mandato, el Partido Demócrata parece creer que lo mejor que puede hacer es demonizar a sus rivales. Los votantes tienden a preocuparse sobre todo por las cuestiones que más les afectan al bolsillo, especialmente en una época de incertidumbre económica y de inflación galopante como la actual. No obstante, en una serie de discursos pronunciados en los últimos días, el presidente Joe Biden y otros destacados demócratas han afirmado que lo que está en juego es la democracia.
Ese mantra implica que los republicanos son unos autoritarios insurrectos empeñados en destruir la república; ésta parece ser la auténtica posición de los demócratas, y se ha repetido de continuo en la campaña electoral y en las noticias. Gurús como el historiador favorito de Biden, Michael Beschloss, que ha comparado al propio Biden con Abraham Lincoln y establecido un paralelismo entre la situación actual y las vísperas de la Guerra Civil, han dicho precisamente eso. Según Beschloss, "un historiador dirá que lo que está en juego (...) es si seremos una democracia en el futuro, si nuestros hijos acabarán siendo detenidos y, previsiblemente, ultimados".
Suena demencial, y cabe desecharlo como mera propaganda partidista. Sería reconfortante considerar que no es más que una cínica truculencia para ganar las elecciones. Pero, lamentablemente, puede que no lo sea.
Los políticos y sus acólitos siempre parecen pensar que, como en el amor y en la guerra, todo vale cuando se trata de conservar el poder. Y un Partido Republicano liderado, a todos los efectos, por el expresidente Donald Trump no puede pretender ser ajeno a la hipérbole.
Sin embargo, ese tropo retórico revela algo más que la desesperación de un partido que siente que se le escapa el control del Congreso. Estamos ante una mentalidad que considera a los rivales políticos no sólo equivocados sino malvados, lo que propicia la disposición a ir más allá de la valoración de tal o cual política para poner en duda los buenos motivos de amigos o familiares que no están de acuerdo con nosotros.
Eso no hace más que cebar una modalidad de desprecio que socava el espíritu de la democracia, hace que las teorías de la conspiración parezcan razonables y lleva a algunos a pensar que las creencias tradicionales sobre la defensa de la libertad de expresión y la no criminalización de la discrepancia deben ser descartadas para defender la democracia de sus supuestos enemigos. Es, pues, un compañero perfecto para la cultura de la cancelación.
Lo que lo hace aún peor es la noción que lo vincula en muchas mentes con la lucha contra el antisemitismo.
Aunque se diga que los que dicen que la democracia está en peligro intentan luchar contra el extremismo, este es precisamente el tipo de razonamiento que da credibilidad a los extremistas. Si la Historia nos enseña algo es que en una atmósfera de conflicto exacerbado la demonización de los judíos siempre encuentra más predicamento.
Lejos de hacer que el país sea más seguro, quienes asumen esas ideas apocalípticas están preparando el terreno para un tipo de conflicto realmente antitético a la práctica normal de la democracia, que requiere que cada parte acepte la legitimidad de la otra.
Al vincular a sus oponentes políticos con su miedo al antisemitismo, los progresistas también repudian a los aliados de los judíos en un partido férreamente proisraelí. En contra de las afirmaciones habituales de los demócratas sobre el apoyo bipartidista a Israel, esto hace que el bipartidismo parezca no sólo un error, sino un pacto con el diablo.
Los demócratas pueden intentar argumentar que sus políticas son mejores que las de sus oponentes, o incluso que son más sofisticados, virtuosos o solidarios que los republicanos. Pero no se puede argumentar razonablemente que las mayorías del GOP vayan a anuncier el fin de la democracia o algo parecido.
Entre los republicanos que tomarán posesión de sus puestos en enero habrá algunos elementos atípicos. En general, serán más conservadores y estarán menos vinculados al establishment de Washington que en el pasado. Pero ninguno –ni siquiera los que podrían reclamar el título de "republicanos MAGA"– será "semifascista", como ha afirmado Biden, y mucho menos estará interesado en revivir la Alemania nazi o crear la república ficticia de Gilead de El cuento de la criada.
Incluso los grupos progresistas mainstream tienen que entender que reforzar la narrativa de que el país está al borde de una batalla apocalíptica por la libertad contra los enemigos internos es malo para Estados Unidos y los judíos.
Tales afirmaciones son infundios y socavan la lucha contra el verdadero extremismo, por no hablar de la creciente ola de antisemitismo que ha estragado algunos sectores de la extrema izquierda y la extrema derecha. Por otro lado, no le conviene hablar de extremismo a un Partido Demócrata que está echándose en brazos de su base más activista, ni a un caucus progresista del Congreso que alberga una creciente colección de socialistas declarados y de israelófobos.
Sin embargo, no se puede negar que algunos estadounidenses realmente creen que los republicanos no sólo están equivocados, sino que son malvados detractores la democracia. Es el resultado natural, quizá inevitable, de una cultura política en la que demócratas y republicanos ya no leen, escuchan o ven los mismos medios de comunicación, y se aíslan unos de otros en las plataformas sociales.
Los ominosos disturbios del Capitolio reforzaron este fenómeno. Sin embargo, la idea de que solo los republicanos cuestionan los resultados de las votaciones reñidas o la legitimidad de las que pierden es sensacional, viniendo de un partido –y sus palmeros mediáticos– que hizo lo mismo tras las elecciones presidenciales de 2016.
Entre los judíos, la mayoría de los cuales son progresistas –y además son uno de los electorados más leales a los demócratas–, también se está hablando del miedo al antisemitismo. Aunque las preocupaciones al respecto están justificadas, aquí se trata particularmente de la acusación de que Trump es antisemita y la patraña de que respaldó a los neonazis que marcharon en Charlottesville.
Hay motivos para criticar a Trump o a cualquier político sin meter de por medio el antisemitismo o incluso el fascismo. Sin embargo, en un momento de la historia política estadounidense en el que un gran número de personas se adhieren al enfoque político de "cualquiera que no me guste es Hitler", la tentación de condenar a los oponentes de esta manera es irresistible.
Ambos partidos dedican muchos esfuerzos a exponer a sus rivales extremistas que han dicho algo antisemita o que apoyan a alguien que lo ha hecho. Y cada uno de los bandos ha encontrado muchos objetivos de este tipo para su ira. Pero pasar de ese juego de 'te pillé' a la creencia de que los judíos deben ser soldados leales en una guerra imaginaria por la democracia es una trampa.
Esa era la idea subyacente en una conferencia sobre el extremismo organizada por la Liga Antidifamación (ADL) justo después de las elecciones con unos ponentes que, como el director general Jonathan Greenblatt, creen en el mito de la guerra contra la democracia. Deberían haber invitado al menos a un conservador que pudiera refutar esa afirmación, pero parece que no.
Mezclar las verdaderas preocupaciones judías por la seguridad con la propaganda partidista es un error colosal. Lo que la ADL parece no entender es que, sumando a la principal agencia de defensa judía a la afirmación de que la democracia está en peligro, está ayudando a arrastrar al país a una espiral conspirativa de consecuencias impredecibles.
Los líderes judíos sensatos deberían hacer lo contrario. Incluso los grupos progresistas de referencia tienen que entender que reforzar la narrativa de que el país está al borde de una batalla apocalíptica por la libertad contra los enemigos internos es malo para Estados Unidos y los judíos. Es exactamente el tipo de mentalidad de la que se aprovechan los que habitan en los férvidos pantanos de la extrema izquierda y la extrema derecha que realmente quieren hacer daño a los judíos.
Queda por ver si se encuentran líderes a ambos lados del pasillo para sacarnos de un abismo de deslegitimación que supone una verdadera amenaza para la democracia. Algo más que la seguridad de la comunidad judía estará en juego si no encontramos una salida a una guerra civil ideológica alimentada por una retórica política salida de madre.
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