Cómo murió el periodismo en Gaza
El periodismo murió en Gaza. No bajo los combates, sino de autocomplacencia. No fue un asesinato, sino un suicidio colectivo. Murió cuando decidió que la emoción valía más que la verdad, que el relato más conmovedor merecía más crédito que el verificado.

Un soldado del ejército israelí consuela a una mujer durante un funeral.
Ya venía agonizando desde hace tiempo, sí, pero su acta de defunción se firmó la noche del pretendido bombardeo al hospital Al-Ahli, cuando casi todos los grandes medios del mundo repitieron, sin verificar, la versión de Hamás. “Israel bombardea un hospital y mata a 500 palestinos”, titularon. Ni uno de esos datos era cierto. Pero la escena era irresistible: por fin se podía volver sobre el relato predilecto; esto es, Israel, el villano perfecto, y Gaza, la víctima ideal. La verdad llegó días después, como un huésped indeseado. Y algunos, como El País, todavía se niegan a abrirle la puerta. Otros enterraron el suceso con eslóganes y redefiniciones peregrinas capaces de hacer olvidar al propio olvido.
Gaza se había convertido en el escenario donde se interpretaba el drama más rentable del siglo. The Guardian, El País y tantos otros, transformaron la cobertura en una suerte de reality moral, donde los hechos importaban menos que el llanto. No era información, era militancia emocional. Cada foto, cada cifra, cada publicación en redes sociales de un “periodista ciudadano” servía para apuntalar la narrativa del “genocidio” – la redefinción, la banalización. Y cuando alguien pedía pruebas, lo señalaban como cómplice.
Para justificar lo que las pruebas no mostraban, entró en escena la International Association of Genocide Scholars (IAGS). Los periodistas y sus medios los presentaron como la máxima autoridad moral en crímenes contra la humanidad… “World’s top scholars on the crime” ("Los mejores expertos mundiales en delincuencia") titulaba The Guardian, “World's leading experts” ("Los principales expertos del mundo"), la BBC, “The largest professional organization of scholars studying genocide” ("La mayor organización profesional de académicos que estudian el genocidio") según AP, “la mayor institución global dedicada al estudio de ese crimen” según El País y un largo etcétera…
"Y en ese infierno, el periodismo se rindió. O al menos el periodismo masivo, con algunas honrosas y valientes excepciones"
Pero la realidad se destapó poco después, bastaba pagar $30 y tener conexión a internet para convertirse en “miembro” de esa organización tan “prestigiosa”, y entre sus votantes se colaron nombres como Adolf Hitler y el emperador Palpatine. Tras la invasión salvaje del sur de Israel por parte de Hamás, en octubre de 2023, su membresía casi se triplicó, y aun así proclamaron a Israel culpable de genocidio, con apenas un 28 % de participación. Sin embargo, este es el tipo de fuente que los medios adoran porque parece seria y los actores y analistas la citan después como para dárselas de entendidos. Si no fuera trágico, sería cómico, bastó una sigla pomposa para que el mito del “genocidio israelí” se vistiera de autoridad científica. La mayor autoridad…, sí, pero en timo: ideología y cuota de inscripción.
Mientras tanto, la figura del periodista —ese profesional incómodo que debía contrastar, dudar— desapareció. Lo explicó con precisión quirúrgica la ensayista francesa Caroline Fourest en el programa 24h Pujadas de LCI: muchos reporteros sabían que las informaciones procedentes de Gaza eran falsas o al menos dudosas. “Y para los periodistas fue un infierno. Fue un infierno resistirlo. Primero porque sufrimos mucha intimidación, muchas órdenes a través de las redes sociales, pero también con políticos, con activistas que nos insultaron cada vez que intentamos oponernos a la desinformación en nombre de la emoción”.
Y en ese infierno, el periodismo se rindió. O al menos el periodismo masivo, con algunas honrosas y valientes excepciones.
El caso más grotesco fue tal vez el del influencer palestino conocido como “Mr. Fafo”. Se presentaba como periodista - y a veces como enfermero, o padre, o lo que fuera en esa cínica telenovela propagandística que interpretaba sin disimular su repetida identidad -, pero era activista experto en morir varias veces en directo. Sus videos de supuestos bombardeos se viralizaron por millones; sus muertes, también. Cuando realmente fue asesinado, Greta Thunberg lo homenajeó como si hubiera sido un Kapuściński. Pero no lo había matado Israel, sino los propios palestinos – una de las facciones que ahora luchan por el negocio que trae el control de la Franja. Aunque ese detalle no entraba en el guion. El mito necesitaba mártires, no contradicciones.
"El resultado fue una tragedia doble: un conflicto manipulado y una profesión deshonrada. Gaza fue el espejo donde el periodismo occidental se vio por fin como lo que ya era: un teatro de moral"
El alto el fuego trajo consigo una oportunidad más para que esos medios se siguieran retratando: la perseverancia mediática en limpiar a Hamás se pudo ver luego de la firma del acuerdo. En este sentido, El País describía ejecuciones sumarias en Gaza —palestinos asesinados por Hamás— como una exhibición de “la autoridad de Hamás en las calles”, algo que merecería figurar en los anales del eufemismo periodístico. El horror convertido en orden público. La barbarie maquillada de gobernabilidad.
Fourest habló de una “faillite journalistique” (fracaso periodístico) y de una bancarrota moral. Y lo fue. No sólo porque muchos periodistas transmitieron propaganda, sino porque dejaron de creer que su deber era verificar, abrir el abanico de las fuentes y voces. Adoptaron las cifras, la narrativa y la gramática del activismo: la verdad ya no importaba, lo que importaba era “el lado correcto”. Es decir, el que ellos promocionaban. En nombre de la empatía, se resignaron a mentir. Porque engañar pasó a ser la única manera de decir su “verdad”. Orwell mal escrito.
El resultado fue una tragedia doble: un conflicto manipulado y una profesión deshonrada. Gaza fue el espejo donde el periodismo occidental se vio por fin como lo que ya era: un teatro de moral.
Porque el periodismo no murió censurado, ni silenciado, ni reprimido. Murió de exceso de emoción, de empatía mal entendida, de cobardía travestida de compasión. Murió cuando dejó de mirar para verificar, y empezó a mirar para llorar.