¿Por qué la izquierda tiene tanto miedo a Twitter?
En pleno apogeo del macartismo, era la derecha dura la que demandaba censura, mientras que la izquierda insistía en que el mercado de las ideas debía quedar abierto a todas las formas de expresión.
Hay una campaña, orquestada por organizaciones y políticos de izquierda, para exigir que Twitter, cuyo propietario es ahora Elon Musk, siga con su práctica de censurar el discurso de odio y otros contenidos "objetables".
Una carta enviada a los 20 principales anunciantes de Twitter y firmada por 40 organizaciones activistas, entre ellas la Asociación para el Avance de las Personas de Color (NAACP), el Center for American Progress, la Alianza de Gais y Lesbianas contra la Difamación (GLAAD) y el Global Project Against Hate and Extremism, contiene esta velada amenaza:
En otras palabras, se ha pedido a los anunciantes que boicoteen Twitter si no sigue censurando.
Hace décadas, en pleno apogeo del macartismo, era la derecha dura la que demandaba censura, mientras que la izquierda insistía en que el mercado de las ideas debía quedar abierto a todas las formas de expresión.
Como escribió Thomas Jefferson en 1801:
La desconfianza de Jefferson hacia "la conciencia de un juez" sería probablemente aún mayor si los censores fueran los presidentes de unas empresas que dependen de los anunciantes para obtener beneficios.
En un momento de creciente división, hostilidad y violencia, es comprensible que se acuda a la censura como solución fácil a un problema difícil. Pero la censura requiere censores, y una vez que los censores tienen la capacidad de decidir a qué debe tener acceso la opinión pública, esa pendiente resbaladiza nos aleja de la libertad y nos lleva a la represión.
Este es el dilema relativo a la libertad de expresión más importante que afrontaremos en lo que queda del siglo XXI: tolerar una libertad sin trabas y a veces incluso peligrosa o exigir una censura privada de un tipo que el Estado no podría imponer.
Ciertamente, no me gusta el tipo de discurso de odio antisemita omnipresente en muchas de las plataformas de internet, y soy destinatario de esa clase de correos electrónicos y tuits casi a diario. La libertad de expresión no es gratuita. El viejo dicho de "Pueden romper mis huesos palos y piedras, no palabras" es falso. Las palabras me hacen daño a mí, a mi familia y a los demás. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es si en una sociedad abierta debemos soportar ese males para no soportar el mal mayor de la censura selectiva.
Los autores de la Primera Enmienda optaron por soportar la aflicción de un exceso de discurso en lugar de los peligros de un discurso controlado por el Estado. Pero Twitter no es el Estado. Tampoco lo son Facebook o YouTube. Estos son gigantes mediáticos que dominan y controlan el flujo discursivo en todo el mundo. Y el peligro de poner el control de esos flujos en manos de censores elitistas invisibles amenaza con socavar nuestra libertad más importante.
Este es el dilema relativo a la libertad de expresión más importante que habremos de afrontar en lo que queda del siglo XXI: tolerar una libertad sin trabas y a veces incluso peligrosa o exigir una censura privada que no está al alcance del Estado.
Hay quien ha propuesto que tratemos a los gigantes de las redes sociales como operadores al modo como lo son las compañías ferroviarias o de telégrafos. Pero, en virtud de la Primera Enmienda, establecer controles sobre el discurso público no es lo mismo que regular los viajes e incluso las comunicaciones telegráficas particulares.
Una muestra de la división que experimenta el país es que este tipo de cuestiones complejas rara vez se debaten de forma lúcida y desapasionada. En vez de eso, la gente se ve obligada a elegir un bando: ¿está usted a favor o en contra de Musk? ¿Está usted a favor o en contra de controlar los contenidos en internet? La primera víctima del extremismo divisivo es el matiz. Y es el matiz lo que hace falta en esta cuestión de la censura en internet. Dejemos que se presenten y debatan propuestas matizadas. No nos apresuremos a la hora de juzgar cuestiones tan importantes y complejas. Y, lo más importante, que la libertad de expresión no se convierta en una cuestión partidista.