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Un referente para el s. XXI: ¿Isabel II o Alexandria Ocasio-Cortez?

El mundo llora a una mujer cuya dignidad y devoción al deber conmovió a todos, mientras que EEUU celebra a una hipócrita princesa woke que no deja de hacerse la víctima.

Alexandria Ocasio-Cortez y Reina Isabel II

(Nrkbeta/ Flickr Cordon Press)

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Dime a quién admiras y te diré quién eres: esto es cierto para los individuos y quizá aún más para las sociedades. Puede que el hecho de que tanta gente se muestre tan preocupada por la muerte de la reina Isabel de Inglaterra diga algo positivo sobre la Humanidad. No obstante, debemos preocuparnos por la forma en que se elogia a otros referentes de nuestra cultura popular y por lo que ello podría significar de cara al futuro.

No estoy hablando de la esposa de uno de los nietos de la difunta reina, Meghan Markle, la duquesa de Sussex, que sigue exhibiéndose y quejándose en las revistas de moda de las penalidades de pertenecer a la Familia Real británica, al tiempo que se aprovecha de cómo su matrimonio la convirtió en una celebridad internacional. Si bien la duquesa es bastante importante en el mundillo de los tabloides, quien parece ofrecer un mayor contraste con Isabel II también sale en estos días en la portada de una revista cool. Y es alguien con mucha más influencia en nuestra sociedad y en nuestra vida política: la congresista Alexandria Ocasio-Cortez (demócrata de Nueva York).

Aunque se trata de una representante electa, AOC parece ser el tipo de figura que se mueve en el ámbito de las celebridades y en el mundo real de una manera no muy diferente a como lo hizo la monarca británica durante tanto tiempo. Y es en su persona, que simultáneamente exige y denuncia ser objeto constante de atención y que sermonea a todo el mundo por sus pecados, lo que la convierte en la princesa política del radical chic americano. Si bien, en cierto modo, su interminable cháchara victimista sobre el "patriarcado" es un circo o un monólogo soporífero, ignorarla sería una insensatez.

Con una prensa que la adora y los medios de la cultura pop tratándola como si fuera una diosa, Ocasio-Cortez es alguien con futuro en la política demócrata. AOC denuncia que la "misoginia" que realmente gobierna los Estados Unidos "nunca lo permitirá" y se pregunta si nos merecemos todos los sacrificios que hace. Sea como fuere, su entrevista en GQ con el periodista radical y estrella emergente de la CBS Wesley Lowery deja claro que los sueños de la presidencia ocupan un lugar destacado en su mente.

Más que la misoginia, serán su estridente socialismo y lo que quede de sensatez en el pueblo americano lo que la mantengan apartada de la Casa Blanca. Pero también hay que decir que ya ha tenido un impacto nada despreciable en nuestra cultura política -para mal- y que la posibilidad de que lo siga teniendo en los años venideros es muy real. Por eso, su capacidad para llamar la atención –tanto en la vida política como en la cultural– y presentarse como referente dice algo que es tan preocupante como reconfortante resulta la perdurable popularidad de la reina.

Isabel II, que falleció la semana pasada a los 96 años después de haber reinado durante 70, gozaba de un enorme prestigio, pero no tenía ningún poder real en el sistema constitucional de su país, en el que el monarca actúa como jefe de Estado simbólico, mientras que el poder está en manos del primer ministro, el Gabinete y el Parlamento. Y, sin embargo, cumpliendo con su deber, manteniendo su dignidad con reserva y aprendiendo a mostrar al público algo de su propia humanidad, se convirtió en una de las personas más admiradas del planeta.

En parte, esto se debe a que la idea de la monarquía sigue ejerciendo un poderoso influjo sobre muchos de nosotros, aunque deploremos, con razón, cualquier sistema político que la defienda. Pero la gracia y la determinación de la reina de seguir adelante sin importar las circunstancias inspiraron, comprensiblemente, un enorme afecto. Los miembros de la Familia Real desempeñan un extraño papel como celebridades profesionales e iconos culturales, cortando cintas en ceremonias mundanas y llevando a cabo los rituales de la gobernanza británica con gran formalidad, como si fueran personajes de un parque temático. Sin embargo, la reina se guardaba para sí las opiniones que tenía sobre los temas del momento y hacía su trabajo leyendo lealmente los discursos que le escribía el Gobierno de turno, ya fuera conservador o laborista, al tiempo que guardaba las apariencias y encarnaba el espíritu de su país. Eso ayuda a explicar por qué la muerte de una figura de una antigua gran potencia que ahora es cualquier cosa menos eso ha dado la vuelta al mundo.

Como la mayoría de los aspirantes a revolucionarios a lo largo de la Historia, AOC se beneficia del sistema que pretende destruir. Y, no nos equivoquemos, el objetivo de AOC es el sistema constitucional estadounidense

Veneración constante de los aficionados judíos

Por supuesto, hay algunos disidentes; por ejemplo, los que han clavado sus hachas ideológicas sobre el pasado imperial de Gran Bretaña. Hay quienes están aprovechando la muerte de Isabel II para formular quejas sobre las políticas británicas. Una en particular está totalmente justificada. Aunque la reina acudió a 120 países en visitas de Estado durante su largo reinado, nunca tuvo tiempo para Israel. La mayor parte de la responsabilidad de ese prolongado boicot corresponde al Ministerio de Asuntos Exteriores británico, durante mucho tiempo bastión del antisionismo. Y aunque la reina mantenía una excelente relación con la comunidad judía del Reino Unido, probablemente podría haber insistido en añadir una parada en Jerusalén en uno de sus viajes; pero nunca lo hizo, dejando la impresión de que era, como gran parte de la clase dirigente de su país, innatamente hostil al Estado judío. Sin embargo, eso nunca fue suficiente para disuadir a sus fans judíos de seguir viéndola con una veneración incondicional.

Sea como fuere, si quiere preocuparse por una figura de la cultural popular que aspira a ser el modelo femenino del siglo XXI, AOC requiere mucha más atención que cualquiera de las otras mujeres de la Familia Real, admirables o no.

Una de las mejores cosas de la reina era su autenticidad. Aunque parecía preocuparse de verdad por la gente, su falta de interés en pretender tener el toque común la hizo no menos sino más popular. Por el contrario, y como ilustra el perfil que le ha dedicado GQ , AOC sigue comercializando el mito de que se crió en un duro barrio del Bronx. De hecho, procede completamente de la clase media-alta estadounidense. Hija de un arquitecto que se trasladó a los suburbios cuando tenía 5 años, creció en Yorktown Heights, lujosa zona residencial en el condado neoyorquino de Westchester; asistió a una universidad privada y fue becaria en la oficina del senador Ted Kennedy (demócrata de Massachusetts). Eso la convierte en un ejemplo no del racismo y la injusticia de Estados Unidos, sino de cómo en la América del siglo XXI alguien que se identifica como latino puede ser un personaje tan privilegiado como cualquiera cuya familia llegó en el Mayflower.

Como la mayoría de los aspirantes a revolucionarios a lo largo de la Historia, AOC se beneficia del sistema que pretende destruir. Y, no nos equivoquemos, el objetivo de AOC es el sistema constitucional estadounidense -con sus molestos controles y contrapesos sobre aspirantes a dictadores y demagogos- y su economía moderna, que pretende laminar para ajustarla al pesadillesco Green New Deal marxista que defiende. Pero en lugar de enorgullecerse de la inquietante forma en que figuras como el presidente Joe Biden adoptan ahora sus ideas radicales sobre el clima y la economía, se queja en GQ de que nadie le da suficiente crédito por ellas.

Como miembro fundador de la Brigada (Squad) izquierdista de la Cámara de Representantes, AOC comparte la animadversión de sus colegas por Israel y el sionismo. Profiere regularmente calumnias contra el Estado judío y apoya tanto el movimiento antisemita BDS como los esfuerzos por recortar la ayuda de Estados Unidos a Israel. El hecho de que esas posiciones tan mezquinas no la confinen en los pantanos de la política estadounidense es una señal más alarmante de la generalización del antisemitismo en nuestros tiempos que los planes de viaje de la realeza británica.

Es más: las reglas de la política no se le aplican. Su confesión en GQ de que dudó en comprometerse con su futuro esposo (que es blanco) porque "no estaba segura de que una relación interracial fuera la adecuada para ella" es indignante en un país en el que Gallup nos dice que el 94% de la ciudadanía aprueba el matrimonio interracial. Imagínese el furor y la condena si cualquier republicano -ya sea blanco, negro o hispano- dijera algo similar.

Que se la agasaje como se está haciendo –ahí la tenemos, hablando en programas nocturnos de humor de sus ambiciones presidenciales y posando con diseños de moda extravagantes y caros en Washington– es espantoso. Que, mientras tanto, ella se queje incesantemente y con amargura de lo mezquinos que son sus críticos con ella y de lo difícil que es vivir su vida -algo que la reina, que se pasó la vida viviendo en una pecera mucho más expuesta de lo que jamás lo ha estado la privilegiada AOC– es insufrible y aterrador.

Si, como sugieren los titulares de la semana pasada, es posible que no volvamos a ver un referente como la reina Isabel II, deberíamos inquietarnos -independientemente de nuestras opiniones sobre la monarquía o los famosos-. El hecho de que la nuestra sea una época en la que personas como AOC no sólo pueden aspirar a la cima del poder político, sino que lo hacen al tiempo que se convierten en el centro de atención de algunos de los mismos medios de la cultura pop que antaño alababan a figuras más respetables, debería hacernos sentir aún más ansiosos por lo que nos depare el futuro.

© JNS

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