LA LIBERTAD Y SUS ENEMIGOS

Ni Italia ni Suecia se han vuelto fascistas de la noche a la mañana. Simplemente, una mayoría de ciudadanos de a pie han dicho basta.

Decía Albert Einstein que es más fácil destruir un átomo que un prejuicio. Y, como en tantas cosas, tenía razón. Basta ver las reacciones de las élites europeas a los resultados electorales en Italia, con el rotundo triunfo de Giorgia Meloni y sus fratelli, una fuerza a la que se tilda de neofascista simplemente porque no se amolda a los consensos socialdemócratas dominantes en Europa.


Ese consenso se basa en unas pocas creencias y sus subsiguientes políticas:

1. Que la identidad de los pueblos europeos (italianos, españoles, alemanes, húngaros…) debe quedar subsumida en una entelequia abstracta y superior: la nacionalidad europea.

2. Que la construcción europea es un proyecto que requiere unas instituciones centrales en Bruselas más fuertes que las existentes en los Estados miembros.

3. Que el objetivo político del proyecto europeo es un Superestado federal, basado en políticas sociales inclusivas, subsidiadas y expansivas, sólo sostenibles a través de permanentes subidas de impuestos.

4. Que la crisis de natalidad, unida a los complejos por las antiguas políticas imperiales de las grandes potencias europeas, exige la apertura constante de las fronteras y la aceptación sumisa de crecientes flujos de inmigración ilegal.

5. Que, carente de una capacidad militar propia, el ideal europeo es servir de referente moral al mundo y liderar los retos globales. Así, las élites europeas están dispuestas, por ejemplo, a correr con todos los costes de las políticas de transición energética como muestra de su compromiso con la lucha contra el cambio climático, independientemente de la crisis económica que eso suponga para sus conciudadanos o de la escasa relevancia de las medidas que se adopten.

6. Que la consecución de la igualdad de género exige medidas de discriminación positiva a favor de la mujer, así como el reconocimiento de derechos de todo tipo de minorías según su orientación sexual.

Finalmente, progresismo y modernidad conllevan un rechazo a las raíces cristianas de Europa, una secularización radical y, paradójicamente, un multiculturalismo extremo que prima la supremacía de las creencias y costumbres de los foráneos frente a las propias.

En la Europa actual (y también en América), cualquiera que cuestione alguna o todas de esas creencias es tachado automáticamente de nazi o fascista. Habiendo sido esos movimientos del siglo XX causantes de tanto horror y destrucción, no sorprende que sea el arma descalificadora por antonomasia hoy en día. Los defensores de la libertad pueden entenderlo rápidamente. La contradicción es que esas voces supuestamente liberales y democráticas van de la mano de izquierdistas que siguen alabando las figuras de reconocidos asesinos y genocidas como el Che Guevara, Lenin, Stalin y Mao. Por tanto, muchos de los que acusan de fascismo a todo el que disiente de la visión hegemónica actual en realidad lo que están haciendo es blanquear la otra ideología causante de los mayores males para las personas y el planeta: el comunismo.

El secreto no es otro que lograr movilizar a todos los que están en el campo de la defensa de la vida, la prosperidad, la nación, la familia y la libertad. Esta es una lección que debería haber ya aprendido el Partido Republicano de los Estados Unidos.

Puede que quienes todavía entonen, puño en alto, los acordes de La Internacional sean una minoría. Porque hoy el comunismo no pasa por la dictadura de un proletariado que tiempo ha abandonó a los comunistas. Hoy el comunismo se viste con la capa de la ideología woke, se manifiesta en los lobbies LGBTQI+ etc., así como en el activismo climático apocalíptico. Pues todos coinciden en querer laminar la libertad del individuo; quieren menos mercado libre, más Estado, más obediencia ciega. Son todos topos que socavan los valores de la democracia liberal.

Hubo un momento en el que parecía que la Historia iba a recuperar el sentido común, rompiendo esta dinámica suicida generada entre los comunistas por abajo y el capitalismo de amiguetes por arriba. Empezó con la victoria del soberanismo británico y el Brexit tras el referéndum de junio de 2016; continuó con la llegada a la Casa Blanca de Donal Trump, pero ahí se detuvo. Las vacilaciones británicas y el desdén de Trump frente a las fuerzas que le querían fuera del poder frustraron que políticos de la misma cuerda avanzaran en Alemania, Holanda o Francia. Hasta hace nada. Primero ha sido Suecia, donde el experimento buenista de la izquierda ha llevado a que sea el país europeo más inseguro para las mujeres; y hace unos días Italia, un país también sacudido por la inmigración ilegal, la criminalidad y la falta de respuesta de los partidos al uso.

Ni Italia ni Suecia se han vuelto fascistas de la noche a la mañana. Simplemente, una mayoría de ciudadanos de a pie, instalados en las sensatísimas ideas de que en tiempo de crisis lo primero son los nacionales, de que mujeres y hombres son dos géneros distintos y de que no tenemos por qué cargar con los errores de los dirigentes de hace 150 años, han dicho basta a quienes promueven el suicidio de la civilización occidental.

Y el secreto no es otro que lograr movilizar a todos los que están en el campo de la defensa de la vida, la prosperidad, la nación, la familia y la libertad. Esta es una lección que debería haber ya aprendido el Partido Republicano de los Estados Unidos. Fraude o no, la realidad es que los demócratas llevaron a votar a más gente que nunca. Hacer que se desmovilicen es sólo una parte de la victoria. Hay que ilusionar a votantes para que se decanten por el GOP. Y el que mejor lo haga será el mejor candidato.