Si Israel le hubiera hecho caso a la opinión pública y a los organismos internacionales, ya no existiría

Pero que hablen lo que les dé la gana. Esta guerra no se gana en algún salón de Nueva York o en la sala de redacción de algún periódico correctito de Londres.

Antonio Guterres salió este sábado, indignado, porque Israel había bombardeado una "ambulancia afuera del hospital Al Shifa" de Gaza. Lo que no menciona el secretario general de las Naciones Unidas, por supuesto, es que los terroristas de Hamás estaban utilizando la ambulancia para transportarse por Gaza.

Y así ha sido siempre. Desde que se constituyó, en 1948, el Estado de Israel ha tenido que enfrentar no solo a los ejércitos de sus países vecinos sino a la propaganda y la opinión pública del mundo occidental que es demasiado cobarde como para no sentar posturas sobre lo obvio. La cobardía que funciona como soga al cuello, por cierto, porque los correctos encubren a un adversario que, si pudiera, se los volaría a ellos también.

Hace unos días, a partir de una propuesta de Jordania, la mayoría de los países de las Naciones Unidas votaron a favor de una resolución que condenaba el derecho a la defensa de Israel. Allí votó medio mundo, con apenas un puñado de naciones, valientes, que decidieron defender la razón.

La prensa no se queda atrás. Todo el establishment mediático se une, alienado, a la propaganda manipulada de que Israel está llevando a cabo un genocidio en Gaza. La BBC, el New York Times, El País de España, The Guardian o Der Spiegel. Todos repiten el corito.

Hablan del edificio de civiles bombardeado, sin mencionar que desde allí Hamás lanzaba misiles sin discreción. Hablan del hospital destruido, sin mencionar que el misil salió de la misma Gaza. No cuentan que Israel lleva semanas pidiéndole a la población evacuar, ni que Hamás mata a quien lo intente. No cuentan que Hamás decidió establecer su centro de operaciones bajo un hospital. No cuentan que la operación israelí en Gaza apenas avanza porque la ofensiva es quirúrgica, para evitar al máximo el daño colateral, aunque tienen la fuerza para devastar la zona en par de horas. No cuentan que antes, cuando no había empezado la guerra, los palestinos de Gaza se veían en hospitales israelíes porque los suyos no cuentan con insumos porque el Gobierno local, es decir los terroristas de Hamás, usan cada dólar que tienen para construir misiles y bombas y armas y matar. No cuentan que jamás un judío pudiese entrar en Gaza o en Ramallah, pero que a diario palestinos trabajan y viven en Israel porque ahí sí hay oportunidades y libertad. No cuentan que desde el 2005 Israel no tiene nada que ver con Gaza y cómo es que hay un genocidio y la población del territorio se ha multiplicado —y que, cuando el entonces primer ministro Ariel Sharon les entregó Gaza a los palestinos, lo hizo, quizá, esperando que la convirtieran en un paraíso mediterráneo, porque podían, porque el potencial estaba, e hicieron lo contrario.

Cuentan, en cambio, lo que sale del aparato de propaganda de los terroristas y de todos sus aliados, como Irán y los otros Gobiernos árabes. Cuentan la versión de aquellos que lo único que los involucra al conflicto es su profundo desprecio a Israel porque, en el fondo, desprecian la libertad, el ingenio, la prosperidad y la democracia.

Pero, afortunadamente, al Gobierno israelí siempre le ha valido poco lo que diga o deje de decir eso que algunos llaman pomposamente la-comunidad-internacional. Porque si alguna vez Israel le hubiera hecho caso a la opinión pública o a los organismos internacionales (demostrados inútiles), ya Israel no existiría. Hubiera escombros allá donde hoy se erigen universidades, hospitales, clubes nocturnos, sinagogas, mezquitas, iglesias católicas, restaurantes kosher o restaurantes no kosher.

Porque cuando a Israel le piden no responder a la decapitación de bebes, la violación de mujeres y el asesinato de familias enteras luego de la invasión de Hamás el pasado 7 de octubre, le piden, realmente, que baje los brazos, deponga las armas y se deje ejecutar, en un paredón, dócil y sin reproche.

Salió Guterres también a decir que la respuesta del Gobierno de Netanyahu a la mayor masacre de judíos desde el Holocausto era desproporcional. No solo lo ha dicho él, ahora es la idea en torno a la cual hay convención. ¡La reacción es desmedida!, dicen, porque es desmedido querer salir a vengar a tus niños y abuelos masacrados.

Si mi gobernante fuera Netanyahu, lo mínimo que yo le exigiría es que sea implacable. Y precisamente por eso es que hoy en Israel no hay fracciones ni partidos, ni izquierda ni derecha. La crisis política que había hace meses, cuando cientos de miles se tomaban las calles para protestar contra Netanyahu, se acabó, porque hoy toda la sociedad israelí, esa que odia al Gobierno, esa que lo ama, esa que quiere paz y esa que es más radical, coincide en que los hijos de puta que derraman sangre bajo el nombre de Alá deben pagar lo que hicieron.

Y la reacción debe ser tan fuerte, tan rotunda, que todo hijo de Alá que en el futuro quiera invadir Israel para incinerar bebés o violar mujeres se lo deberá pensar dos veces. Porque esos salvajes seguirán, y no se detendrán, porque su odio es infinito, pero al menos, esperemos, se lo pensarán.

No hay solución a la vista a la crisis del Medio Oriente, desafortunadamente. Si Israel no se defiende, no enseña su potencia militar, lo trituran. Con eso sueñan sus vecinos. Cuando los palestinos, ya no en Gaza sino en Nueva York, Londres o Madrid corean, al unísono From the river to the sea, Palestine will be free, que lo hacen miles, supuestamente pacíficos, ¿qué quieren decir? Pues que no exista Israel. Que no existan los judíos. Que les ocurra a todos lo que les ocurrió a cientos de familias durante aquel fatídico 7 de octubre.

Y entonces vale citar aquello que le dijo Golda Meir a Oriana Fallaci en una entrevista: "Creo que la guerra en Oriente Medio durará aún muchos, muchos años. Y le diré por qué: por la indiferencia con que los dirigentes árabes envían a morir a su propia gente, por lo poco que cuenta para ellos la vida humana".

"Cada muerte, para nosotros, es una tragedia. A nosotros no nos gusta hacer la guerra, ni siquiera cuando la ganamos. Precisamente lo contrario para los árabes", le dijo Meir a Fallaci.

Y de eso se trata. De que la vida no vale en Gaza y de que la muerte es un recurso propagandístico. De que como no vale pueden durar décadas o siglos enviando a mártires a reposar con sus vírgenes luego de volarse par de infieles y como la muerte es un recurso propagandístico a los civiles a los que las explosiones les da miedo y no sufren de una ideología que los convenza de matar en el nombre de Alá los usan de escudos humanos o de utilería de algún set donde deben grabar la escena que luego replicarán The Guardian o el New York Times.

Pero que hablen lo que les dé la gana. Esta guerra no se gana en algún salón de Nueva York o en la sala de redacción de algún periódico correctito de Londres. Esta guerra, por la supervivencia de una sociedad, se gana en las calles, con precisión y arrojo, como hoy se está librando.