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 EL TIEMPO QUE LLEVA KAMALA HARRIS SIN COMPARECER EN UNA CONFERENCIA DE PRENSA

Dos atentados, una locura

Demasiada gente fuera de sus cabales, sin contención médica, familiar, religiosa, emocional, arrastrada políticamente al fanatismo… demasiados Rouths y Crooks caminando entre la gente común, aceptados bajo una falsa idea de inclusión… Es un cóctel explosivo.

Ryan Routh y Thomas Matthew Crooks, autores de los intentos de asesinato a TrumpKarina Mariani/Voz Media.

Al momento de escribirse estas líneas han intentado matar a Donald Trump dos veces en lo que va de la campaña presidencial. Se trata de un hecho inédito y como tal ha generado muchas reacciones que buscan explicarlo, condenarlo o justificarlo, según la vereda política. La reacción de quienes sienten desprecio por Trump es sorprendente, incluso para los estándares más bajos. La falta de compasión hacia el hombre que recibió una bala a milímetros del cerebro habla de un odio profundo, pero el trato hacia la familia Trump muestra también una enraizada falta de decencia. Un ejemplo llamativo es la tirria que levantó un simple video de Melania Trump, una mujer que se ha mantenido al margen de la gresca política con una humildad y una templanza admirables si consideramos que se trata de alguien que recientemente vio cómo le disparaban a su esposo.

Las denuncias al accionar del Servicio Secreto también son algo para asombrarse. Durante las audiencias del Congreso se expusieron terribles fallos de seguridad y una falta de profesionalismo y responsabilidad también inéditos. El nivel de amenaza contra Trump es inversamente proporcional a los recursos que se invierten en su protección. Hay que hacer un gran esfuerzo para pensar que esto no es adrede. Sin dudas, este dato es inusual.

También es llamativo el perfil de los aprendices de magnicida. Ryan Routh se escondió entre los arbustos del club de golf de Donald Trump en West Palm Beach, con un rifle tipo AK durante 12 horas con el propósito de asesinar al expresidente. Fue el segundo en intentar su asesinato. Antes, en Butler, Pensilvania, Thomas Mathew Crooks había subido con total impunidad a lo alto de un tejado a 130 metros de distancia del precario escenario en el que hablaba Trump y, con una línea de visión clara, disparó ocho tiros. Routh fue arrestado y Crooks abatido, ahí se empezaron a conocer los aspectos de sus vidas, sus historiales criminales, obsesiones, delirios de grandeza y sus miserables cotidianidades.

"La extendida y casi hegemónica ideología woke ha implementado un deseo (institucionalmente avalado) de silenciar al contrario y de evitar interactuar con ideas alternativas."

¿Cómo lograron estos dos trastornados acercarse con tanta facilidad al expresidente? El caso de Routh parece una caricatura. Un exaltado sin experiencia militar, que alardeaba de reclutar combatientes internacionales para introducirlos en el frente ucraniano. Este delirante fanático, al que no se le tomaría en serio en ningún espacio decente, fue entrevistado por importantes medios y hasta se reunió con funcionarios y políticos. El hombre, que no sabía ni ruso ni ucraniano, pretendía mudarse con fines militares a una nación en guerra, una estupidez palmaria en tantos sentidos que duele enumerarlos. Periodistas y legisladores lo consideraban una figura creíble y validaron su locura. ¿A nadie le pareció, uhmm, no sé, raro?

Otra cuestión llamativa es que hemos naturalizado que los medios masivos tradicionales sean reactivos contra Trump, y que no se hayan ocupado de repensar esa postura ni cuando el republicano era acusado por lo mismo que el presidente demócrata era exculpado, y mucho menos cuando el republicano era baleado. Pero es aun más chocante que no se conmuevan con el hecho sin precedentes de dos intentos de asesinato seguidos en el lapso de pocos días. Ni una pizca de piedad. Tanto así que han mostrado, abiertamente, su indignación por la eventual utilización marketinera de los atentados de parte de los estrategas de Trump, pero no se les escapó una gota de indignación por los atentados en sí mismos. El intento de los postulantes a asesinos no les resulta tan grave como la forma en la que la víctima sube en las encuestas cada vez que le llueven las balas.

Los llamados a la violencia política contra Trump, incluidas las invocaciones a cortarle la cabeza, balearlo, encarcelarlo, etc., han sido pronunciados por ciudadanos comunes, influencers, artistas y políticos de las más altas jerarquías. Los analistas políticos sostienen que la violencia criminal que acecha a Donald Trump es una prueba de la violencia cívica desatada a nivel social en Estados Unidos. Es posible que los asista en parte la razón; pero es peculiar que toda esa violencia que se percibe, a nivel general y como fenómeno social, recaiga casi exclusivamente en una sola persona. Se trata de un patrón que debería hacer sonar las alarmas.

A comienzos de este año CBS News publicó una encuesta en la que sostenía que "la mitad del país espera que haya violencia por parte del bando que pierda en las futuras elecciones". Casi 10 meses después, la situación sólo se ha agravado. En agosto pasado, otra encuesta mostraba el protagonismo que la violencia, como ingrediente político, viene ganando terreno en la vida norteamericana. Pero lo notable es que esa violencia que tanto votantes republicanos como demócratas perciben y a la que tanto temen no se manifiesta de forma pareja ni general, ataca específicamente a un político en particular. Esto también es algo nuevo.

Evidentemente todo el ambiente de época está plagado de hechos y situaciones excepcionales. Demasiada anomalía concentrada. Todo este panorama, y la violencia unidireccionalmente dirigida, han desatado la indignación de los votantes republicanos. Se vieron decenas de compilaciones de imágenes, videos y escritos mostrando a quienes se burlaron, desearon, festejaron y promovieron un ataque contra Trump. Ese tipo de comentarios hostiles han pasado por debajo del radar durante años, pero puestos todos juntos mostraron un tablero de juego político tramposo y arbitrario en el que los demócratas han estado jugando con artera ventaja. La trampa y la doble vara fueron evidentes como nunca en estos días. En las últimas tres campañas presidenciales, el enfrentamiento, el escándalo, la desconfianza y el odio han sido los protagonistas destacados en el acto de renovación gubernamental de la democracia más importante del mundo. Esto también es inusitado y peligroso.

"El riesgo de tomar en serio la argumentación según la cual una burla, un discurso o una tapa de diario puede llevar a un magnicidio es la más grande de las anomalías".

Es posible que la retórica agresiva contra Trump en los medios y la política hayan contribuido a una naturalización del agravio. No sólo existe un clima de exaltación política, el abandono de normas básicas de cortesía, empatía y civismo han emponzoñado la convivencia. Paralelamente, los políticos insisten en que sus oponentes son amenazas existenciales para la democracia. La extendida y casi hegemónica ideología woke ha implementado un deseo (institucionalmente avalado) de silenciar al contrario y de evitar interactuar con ideas alternativas. Esta cultura de intolerancia latente, que activa el instinto de destruir aquello que incomoda, es la instancia física de la cultura de la cancelación, la hostilidad ferviente se ha vuelto familiar. También es cierto que el que piensa o vota distinto es señalado no con una vara política, sino moral. La moral como argumentación de campaña electoral encierra abismos peligrosos porque habilita medidas extremas para mantener a un candidato fuera del poder.

Más allá de las palabras: la crisis de salud mental

Sin embargo, y a pesar de esta acumulación sideral de improbabilidades, rarezas y anormalidades, resulta no menos peligroso considerar que existe una relación directa e indiscutible de la retórica contra Trump como causante de los intentos de asesinato. Hay mucho más en juego. Por despreciables que sean las palabras, creer que pueden hacer que alguien quiera matar a un candidato presidencial es demasiado simplista. El dato que se está pasando por alto, la anomalía mayor, es la epidemia de dementes, la crisis de salud mental que afecta al país y que viene siendo instrumentalizada para objetivos políticos. Basta con ver las filas de la militancia woke que son un catálogo de trastornos mentales.

Las personas particularmente desquiciadas no pueden ser naturalizadas en los análisis políticos, al hacerlo se pasan por alto demasiados límites, se sacrifican demasiadas señales y se atenta contra toda lógica. No se puede mezclar a una persona sana que procesa las frustraciones y que convive con la adversidad, con alguien que desea salir con un rifle de tipo AK sólo porque escuchó un discurso de Kamala o miró muchas horas de CNN. El análisis político debe atacar la crisis de salud mental que aflige a Estados Unidos, y al resto de Occidente, que se dispara en tiempos de manipulación electoral. Las elecciones no son tan importantes para los individuos normales, no como para que quieran entrar en guerra contra su familia o vecinos por una votación. Mucho menos como para que quieran enfrentar la muerte o la prisión porque no les gusta un candidato.

Demasiada gente fuera de sus cabales, sin contención médica, familiar, religiosa, emocional; arrastrada políticamente al fanatismo es un riesgo muy real. Demasiados Rouths y Crooks sueltos, caminando entre la gente común, aceptados bajo una falsa idea de inclusión, son un cóctel explosivo porque no pueden distinguir entre la palabra y la acción. No entienden la metáfora, las bromas y perciben los discursos políticos como un llamado a la acción sanguinaria contra un candidato. Por más repugnante y repudiable que nos resulte un discurso, no puede ser naturalizado como un llamamiento abierto al crimen, salvo para los locos. El riesgo de tomar en serio la argumentación según la cual una burla, un discurso o una tapa de diario puede llevar a un magnicidio es la más grande de las anomalías. Y es un peligro mayor porque va a habilitar nuevos recortes sobre la libertad de expresión

La historia de estos dos atentados es una advertencia de que la sociedad, tan sensible a la ofensa y a la discusión, está, no obstante, peligrosamente dispuesta a tolerar la locura. Y esa es, sin lugar a dudas, una bomba de tiempo.

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