Lejos de defender a Israel de fuerzas autoritarias, los manifestantes han sentado un precedente que perseguirá a futuros Gobiernos de todo tipo y sacudirá los cimientos de su democracia.

Tras meses de protestas masivas cada vez más estridentes contra los planes de su Gobierno de reformar el descontrolado y partidista sistema judicial israelí, el primer ministro Benjamin Netanyahu parece haber cedido a la presión. Dijo que iba a "retrasar la reforma judicial para dar una oportunidad al diálogo real". Pero es muy dudoso que esto sea simplemente un tiempo muerto que ayude a sus partidarios a reagruparse y permita a los oponentes calmarse y aceptar un compromiso sobre el tema.

Por el contrario, Netanyahu está agitando la bandera blanca y todo el mundo lo sabe. Y como el objetivo último de las protestas era no sólo para impedir que se apruebe la legislación sobre la reforma judicial, sino para derrocar al Gobierno, no está nada claro que el primer ministro pueda permanecer mucho tiempo en el poder tras esta humillación, ya que sus aliados se tambalean y sus oponentes no estarán satisfechos hasta que sea despojado del cargo.

Está por ver que vaya a suceder eso. Pero lo que está claro es que las consecuencias de los acontecimientos de los últimos meses van mucho más allá del futuro del sistema judicial israelí.

El anuncio de Netanyahu está dando lugar a celebraciones en la izquierda israelí, así como entre sus partidarios extranjeros, especialmente en la Administración Biden y los grupos judíos progresistas. Tienen buenos motivos para ello. La resistencia anti-Bibi fue capaz de vender al mundo un relato falso acerca de que lo suyo no es más que un empeño exitoso por defender la democracia contra unos autoritarios que querían crear un Estado teocrático fascista. Pero la idea de que un levantamiento del "pueblo" ha detenido un "golpe" de Netanyahu y sus aliados es pura proyección.

Lo que el mundo acaba de presenciar ha sido un golpe blando. Alimentada por el desprecio a los votantes nacionalistas y religiosos cuyas papeletas dieron a la coalición de Netanyahu una clara mayoría en la Knéset (Parlamento) en noviembre, e imputándoles su propio deseo de aplastar a los oponentes políticos, la izquierda cultural ha demostrado que tiene un poder de veto efectivo sobre los resultados de unos comicios democráticos. Y al ejercerlo ha dado a los enemigos de Israel –a quienes no les importa cuánto poder tengan los tribunales ni quién sea el primer ministro del Estado judío– munición que hará más eficaz su campaña internacional para aislar a su país.

Y lo que es más importante, han infringido normas y sentado precedentes que afectarán a futuros Gobiernos israelíes, independientemente de quién los dirija. Han demostrado que ni siquiera unas elecciones pueden romper el dominio de la izquierda sobre el poder efectivo a través de un sistema de tribunales y asesores jurídicos que han convertido de hecho a Israel en una juristocracia, en vez de un país gobernado por los representantes del pueblo. Eso envía un mensaje peligroso a las personas cuyos votos determinaron el resultado de las elecciones: que sus opiniones no importan y que deben perder la fe en la capacidad de la acción política para influir en la sociedad.

La oposición no respetó las reglas

Netanyahu y sus compañeros de coalición han cometido muchos errores en los últimos meses. El primer ministro quedó inhibido por una escandalosa resolución de la fiscal general que le silenció de hecho en el asunto más importante al que se enfrenta su país. Sin embargo, al concentrar la mayor parte de sus esfuerzos en tratar de movilizar a las reticentes naciones occidentales para que se enfrentaran a la amenaza de Irán, se distrajo de lo que ocurría en su propio país.

Había sido criticado por intentar forzar un cambio fundamental del sistema judicial a través de una mayoría partidista relativamente estrecha, sin un consenso nacional. Pero los que dicen esto son unos hipócritas. Un Gobierno israelí de izquierda forzó los desastrosos Acuerdos de Oslo con una mayoría aún más estrecha. Demócratas como el presidente Joe Biden, que dicen lo mismo, también parecen olvidar que la Administración Obama –a la que sirvió el propio Biden– hizo lo mismo con la sanidad a pesar de la falta de consenso o incluso de hacer gestos mínimos en pro del compromiso.

Dado el modo en que sus oponentes han estado dispuestos a hacer todo lo posible para difamarlo o deslegitimarlo, e incluso para arrastrarlo a los tribunales bajo acusaciones falsas de corrupción, es difícil entender que Netanyahu subestime a sus oponentes. Después de haber roto un bloqueo político de tres años al obtener 64 escaños en la Knéset para formar la primera mayoría clara desde que ganó los comicios de 2015, el primer ministro de alguna manera pensó que sus enemigos jugarían según las reglas y lo dejarían gobernar.

No entendió que –como la disposición de la izquierda política estadounidense a hacer cualquier cosa para derrotar al expresidente Donald Trump, aunque significara arrastrar al país durante tres años signados por el bulo de la colusión con Rusia– sus oponentes estaban preparados para incendiar el país, desestabilizar su economía e incluso debilitar su defensa nacional para echarlo. La idea de que [no] restringir el poder de la Corte Suprema –algo que el líder de la oposición Yair Lapid solía apoyar antes de darse cuenta de que aferrarse a la resistencia le daría la oportunidad de borrar su derrota del año pasado– era el objetivo de las protestas siempre fue falsa. Lo mismo podría decirse de la afirmación de que impedir que los tribunales ejerzan selectivamente un poder irresponsable sin base legal alguna era el fin de la democracia o el primer paso hacia la creación de un Estado teocrático.

Con el caos en las calles –con el establishment financiero, jurídico, cultural, mediático y académico uniéndose a la oposición de izquierda–, el primer ministro ya estaba entre la espada y la pared. Pero la negativa generalizada de muchos reservistas, especialmente entre los que ocupan puestos cualificados, como los pilotos, a presentarse al servicio amenazaba la seguridad nacional del país. Junto con las huelgas generales que forzaron el cierre de aeropuertos y servicios médicos, resultó ser la gota que colmó el vaso y provocó el desánimo de los miembros de la coalición, ya de por sí tambaleantes.

La resistencia anti-Bibi fue capaz de vender al mundo un relato falso acerca de que lo suyo no es más que un empeño exitoso por defender la democracia contra unos autoritarios que querían crear un Estado teocrático fascista. Pero la idea de que un levantamiento del "pueblo" ha detenido un "golpe" de Netanyahu y sus aliados es pura proyección.

La coalición gubernamental tardó en movilizar a sus propios votantes, que, después de todo, superaron en número a la oposición en las recientes elecciones. Los partidarios del Gobierno se vieron obligados a contemplar impotentes cómo sus líderes vacilaban, se peleaban entre sí y no actuaban con decisión para librar la batalla por la opinión pública.

Avanzar frente a una resistencia dispuesta a echar por tierra incluso la más sagrada de las tradiciones cívicas israelíes, que implica la defensa nacional, con tal de obtener una victoria política se hizo imposible. Y con su propio partido perdiendo disciplina, y el Gobierno de Estados Unidos y muchas entidades destacadas de la vida judía estadounidense respaldando igualmente a la oposición, Netanyahu no tuvo más remedio que intentar evitar males mayores.

Netanyahu ha hecho carrera demostrando una y otra vez que se equivocaban quienes escribían su necrológica política. Aun así, si las protestas continúan –y no hay motivos para creer que vayan a cesar por completo hasta que se fije una nueva fecha para las elecciones–, el Gobierno puede intentar volver a plantear la cuestión como un debate sobre el apetito de poder de la izquierda y no sobre su supuesta devoción por la democracia.

Que lo consiga no es tan importante como las implicaciones de una batalla política en la que un gran número de individuos estaban dispuestos a sabotear el país con tal de preservar el poder del establishment para determinar la vida política, independientemente de quién gane las elecciones.

Implicaciones para el futuro

¿Pasará lo mismo cada vez que la derecha gane unas elecciones a partir de ahora? Probablemente. Eso significa que no sólo la juristocracia defenderá su poder, sino que sus partidarios están permanentemente comprometidos a frustrar la voluntad de los votantes que pueden seguir superándoles en número en el futuro.

¿Y cómo reaccionará un teórico Gobierno de izquierda –suponiendo, como muchos hacen ahora, que Lapid y sus aliados puedan ganar las próximas elecciones– si un gran número de oponentes de derecha intentan jugar al mismo juego? Si el debate sobre los desastrosos Acuerdos de Oslo y la retirada de Gaza en 2005 sirven de indicador, tomarán medidas enérgicas contra sus oponentes de un modo que Netanyahu dudó en hacer este año, con el encarcelamiento generalizado de disidentes. También es probable que se expulse del Ejército a los que se nieguen a cumplir órdenes, en lugar de los suaves sermones que han recibido los refuseniks anti-Bibi.

Mientras la izquierda amenazaba con la violencia contra sus oponentes e incluso con la guerra civil si no se salía con la suya en la reforma judicial, ¿quién cree realmente que dudará en iniciarla si está en el poder y la derecha se levanta en las calles de la forma que acabamos de presenciar?

Del mismo modo, las implicaciones para las relaciones exteriores de Israel son igualmente ominosas. En esencia, la oposición ha legitimado la injerencia estadounidense en la política interior del país, incluso en un asunto que no tenía nada que ver con la paz y las disputas territoriales con los palestinos. Esto debilita la independencia de Israel en un momento peligroso en el que, como Netanyahu ha intentado señalar, la amenaza de Irán es cada vez mayor.

Es más: se den cuenta o no, los oponentes de Netanyahu también han legitimado los argumentos dirigidos a negar que Israel sea una democracia. Mientras sus enemigos piensan que esto sólo se dirá cuando la derecha gane las elecciones, quizá lleguen a darse cuenta de que a los antisemitas que atacan al Estado judío en los foros internacionales y en la política estadounidense, donde la izquierda interseccional es cada vez más influyente, también se aplicará a los Gobiernos dirigidos por partidos que no se llamen Likud.

En última instancia, los ciudadanos de Israel determinarán su propio destino, ya sea a través de elecciones democráticas o de acciones multitudinarias que rompan Gobiernos y mayorías parlamentarias. Y los que miran desde fuera deben aceptar el resultado de estas luchas y seguir apoyando al Estado judío contra sus enemigos.

Sin embargo, lejos de defender a Israel de fuerzas autoritarias, los manifestantes han sentado un precedente que perseguirá a futuros Gobiernos de todo tipo y sacudirá los cimientos de su democracia. Sigue siendo una incógnita si ese daño puede repararse.

© JNS