La Corte Suprema deberá tomar una decisión sobre dos leyes estatales que podría transformar internet tal como la conocemos, pero cuyos alcances pueden corromper las libertades sobre las que se asienta la democracia norteamericana, y eso es más importante.

Esta semana la Corte Suprema de EEUU escuchó dos argumentaciones enfrentadas en torno a la libertad de expresión. Fueron más de cuatro horas de debate alrededor de un par de leyes estatales que regulan cómo los gigantes tecnológicos controlan el contenido que puede aparecer en sus sitios. Cada parte tironea de los alcances de la Primera Enmienda corrompiendo la sacralidad que ha tenido por siglos. Entender qué se juega en esta batalla es fundamental para comprender cómo la polarización política, una coyuntura tosca y superficial, puede corroer las bases mismas de la democracia americana.

Todo comenzó luego de que distintas redes sociales y plataformas prohibieran al presidente Donald Trump conservar sus cuentas, culpándolo de los acontecimientos del 6 de enero de 2021. Como reacción al modo en que las compañías de Mark Zuckerberg y Jack Dorsey cancelaron la opinión de Trump, cosa que le ocurrió también a muchos políticos, usuarios comunes y a medios de comunicación, los legisladores estatales de Florida y Texas aprobaron leyes para obligar a las empresas a mantener todas las opiniones en línea y no borrar de la plataforma a candidatos políticos. Esas leyes son la HB 20 de Texas y la SB 7072 de Florida.

Dos gigantes del lobby de la industria tecnológica, NetChoice y Computer & Communications Industry Association, presentaron demandas para impedir que las leyes entraran en vigencia. Los casos se conocen como Moody vs. NetChoice y NetChoice vs. Paxton y en ambos se sostiene que las leyes de Texas y Florida violan la Primera Enmienda, y por tanto las apelaron. Dado que un tribunal de segunda instancia declaró inconstitucional la de Florida mientras que otro permitió que la texana se mantuviera, ambas llegaron a la Corte Suprema.

Histórica y mayoritariamente los estadounidenses han aceptado el hecho de que la gente puede decir lo que quiera. Claro que existen normas contra la difamación, apologías varias y otras excepciones, pero siempre se ha cuidado que la libertad de expresión sea el bien más preciado a proteger y este ha sido un consenso rector de la vida cívica y la moral del país. Es cierto que internet ha cambiado mucho las cosas y en lo que se refiere al acceso y a la producción de contenidos culturales, políticos y periodísticos y esto ha democratizado, por suerte, la circulación de mensajes. Todo lo bueno se ha potenciado. Y también todo lo malo. Hay robots que amplifican los mensajes, hay mentiras que se propagan con inocencia y hay mentiras que se diseñan cuidadosamente para los más oscuros fines. Hay presiones de los gobiernos y de otros espacios de poder, hay delitos, hay violencia, y otro montón de cosas que siempre hubo en la cotidianeidad de las personas. El mundo es un lugar hostil, así es la vida.

Ambas leyes parecen muy bien intencionadas, pero el meollo del problema reside en si un gobierno puede obligar a un privado publicar lo que no quiere.

La cuestión es que, en el contexto sobre dos temas claves de la conversación política actual: la cultura de la cancelación y la protección frente al discurso de odio, las leyes de Florida y de Texas se convirtieron en pararrayos para el debate sobre la libertad de expresión, destacando la tensión que existe entre las obligaciones de las redes sociales de hacer cumplir sus normas de protección y de seguridad y por el otro lado permitir la diversidad de ideas y opiniones. Las empresas tecnológicas que quieren moderar sus sitios como les parezca argumentan que son empresas privadas y que tienen los mismos derechos que los periódicos respecto a la libertad de decidir qué imprimir o no. Sostienen que la Primera Enmienda permite a los privados publicar libremente sin interferencias ni censuras de los gobiernos.

Desde su surgimiento, las redes sociales han moderado su contenido según su propio marco ideológico, estableciendo las reglas sobre lo que los usuarios tienen permitido decir y el gobierno no ha intervenido. Tanto es así que hasta ha implementado la Sección 230, una ley federal clave que aísla a las plataformas de las demandas basadas en el contenido publicado, vale decir que deciden los que se puede decir y no se hacen cargo de lo que su selección pueda ocasionar. También las protege de responsabilidad legal por la forma en que eligen moderar ese contenido.

Pero los gobiernos que presentaron las leyes de la discordia sostienen que las plataformas de redes sociales son como las compañías telefónicas, un ágora moderna de intercambio de información entre los ciudadanos. Explican que a una empresa telefónica no se le permite limitar los temas de discusión de las personas ni restringir el servicio por la opiniones personales de quienes están a cada lado de la línea. Este argumento considera que las redes son un transporte común, un recurso que todos necesitan y que los proveedores no pueden negar. Por eso consideran que son necesarias nuevas leyes para defender la libertad de expresión de los usuarios, o sea, dicen ellos también defender la Primera Enmienda.

Así que las dos partes dicen defender lo mismo y acusan a la otra parte de atacar al mismo bien. Menuda tarea tienen ahora los jueces de la Corte Suprema, que deben decidir qué hacer con la ley de Florida que dice que las redes sociales no pueden rechazar el discurso de campañas políticas, ni suprimir o bloquear contenidos de candidatos y que no pueden censurar a una empresa periodística por el contenido de su publicación o transmisión. Y con la ley de Texas, que  declara ilegal que las redes sociales bloqueen, prohíban, eliminen, desmoneticen, nieguen la igualdad de acceso o discriminen la expresión. Ambas permiten a los usuarios individuales demandar a las plataformas de redes sociales por presuntas violaciones. Ambas leyes parecen muy bien intencionadas, pero el meollo del problema reside en si un gobierno puede obligar a un privado publicar lo que no quiere.

Definir a las redes sociales como una empresa telefónica que no es responsable de lo que habla la gente, por aberrante que sea, o como un periódico que tiene responsabilidad editorial es ahora lo que deben evaluar los jueces (y debe debatir la sociedad en pleno año electoral), ya que en ambas definiciones se esconden sofismas, verdades y triquiñuelas. Muchos líderes republicanos, incluido Donald Trump, han pedido a la Corte Suprema que respalde la legislación de Texas y Florida, argumentando que las empresas de redes sociales actúan como servicios públicos y deberían regularse de la misma manera.

Una plataforma de redes sociales es como un telégrafo, sostuvo el procurador general de Texas, Aaron Nielson, defendiendo las restricciones de su Estado sobre la moderación de contenido. En cambio, el ex fiscal general de Estados Unidos, Paul Clement, hablando en nombre de NetChoice, rechazó esa argumentación y dijo que una plataforma de redes sociales se parece a un periódico. Ninguna de esas analogías es del todo satisfactoria. La paradoja es que Clement reconoce que las redes sociales, a diferencia de los teléfonos que simplemente transmiten mensajes, seleccionan el contenido ejerciendo algún tipo de discreción editorial, pero sabe también que la Corte Suprema ha dicho que están protegidas por la Primera Enmienda. Esa selección refleja juicios de valor sobre los discursos y esa es precisamente la razón por la que DeSantis y Abbott se oponen a ella. Si las plataformas tienen prohibido legalmente discriminar, no deberían ejercer esos juicios.

Más allá de lo que decida la Corte Suprema, la narrativa contra la libertad está cosechando éxitos y esto debería encender todas nuestras alarmas.

A su vez, Carl Szabo, asesor general de NetChoice, dijo que si se impide a las redes discriminar contenido, "los estadounidenses de todo el país tendrían que ver contenido legal pero terrible" como "el reclutamiento de terroristas". Szabo omite que por ideología o por presiones gubernamentales las redes censuraron afirmaciones sobre las elecciones de 2020 o el Covid-19 que luego resultaron ser ciertas, mientras que se han permitido las publicaciones de material delictivo de todo tipo, incitaciones al delito y a la automutilación y todo tipo de discriminaciones y adoctrinamientos. Ciertamente, la amenaza de Szabo no es el mejor argumento, como no lo es la promesa de protección que puedan brindar los empleados de las compañías, cuya reputación circula por los más profundos subsuelos. En cambio, el argumento de que la Primera Enmienda fue pensada para los gobiernos y no para las empresas privadas, sí lo es. Los estadounidenses tienen el derecho de la Primera Enmienda no sólo para hablar sino para abstenerse de hacerlo, así como de abstenerse de imprimir, financiar, difundir, vender o apoyar el discurso de otros.

Proteger a las empresas privadas de la intervención y el control estatal ha sido una bandera de la derecha, en tanto que presionar por una mayor injerencia y regulación ha sido la bandera de la izquierda. Pero en estos alocados tiempos identitarios, polarizados y superficiales, muchos valores se invierten según los intereses políticos. Como sea, la libertad de expresión viene siendo atacada como nunca por la izquierda porque nunca antes hubo tantos mecanismos y artefactos de control social y tan eficientes. El progresismo ha desarrollado una narrativa retorcida que justifica el control social para luchar contra la "desinformación", pero la derecha no está enfrentando correctamente la dialéctica basada en la mitología de las fake news, si respalda regulaciones que otorgan más poder a los Estados como reacción a la cancelación de opiniones conservadoras o libertarias.

La Corte Suprema de Estados Unidos, en base a estas argumentaciones, deberá tomar una decisión que podría transformar internet tal como la conocemos, pero cuyos alcances pueden corromper las libertades sobre las que se asienta la democracia norteamericana, y eso es más importante. Más allá de lo que decida la CS, cuyo veredicto se estima que estará disponible en poco tiempo, la narrativa contra la libertad está cosechando éxitos y esto debería encender todas nuestras alarmas. Según una encuesta de la Fundación para los Derechos y la Expresión Individuales (FIRE), casi un tercio de los estadounidenses cree que la Primera Enmienda va "demasiado lejos" en los derechos que protege. Este tema llegó a la CS en un año de elección presidencial y de exasperación de las disputas ideológicas. Los expertos creen que el tribunal puede dictaminar que las leyes son inconstitucionales, pero proporcionar un atajo para enmendarlas, la moneda está en el aire.

La Primera Enmienda, los derechos de propiedad y expresión y la garantía de diversidad política son un paquete de valores tomados de rehén por una izquierda salvaje y una derecha que se ha dejado marcar la agenda, reaccionando sin inteligencia y a destiempo. Lo que estamos viendo es un esfuerzo por tergiversar las preocupaciones legítimas sobre las imperfecciones de internet para controlar lo que podemos leer o decir. Nunca la defensa de la libertad puede consistir en dar más poder al Estado, es un camino engañoso.