La agenda de la TCR está invirtiendo esencialmente los avances hacia la armonía racial logrados desde la década de 1960.

Puede que no se haya percatado, pero el Gobierno federal anunció recientemente nuevos planes para racializar América y consagrar aún más la tóxica ideología woke como su principio rector en materia de financiación y contratación. Aunque envuelta en la retórica de los derechos civiles y la preocupación por el racismo, la Administración Biden está redoblando sus esfuerzos por implantar el mantra DEI –diversidad, equidad e inclusión– en todos los departamentos y agencias de Washington, lo que condena cualquier esperanza de trabajar por una sociedad cuya consigna ética sea la igualdad.

El anuncio se hizo en el marco de la conmemoración del Mes de la Historia Negra, y se dijo que se trataba de garantizar unos "resultados equitativos" a todos los estadounidenses. Biden puso en marcha este proceso en su primer día en el cargo, cuando firmó órdenes ejecutivas que obligaban a todas las oficinas gubernamentales a poner en marcha un plan DEI. Siguió con otras órdenes en abril del año pasado, y ahora da un nuevo impulso a esta agenda. La nueva medida implica que los distintos organismos públicos deben contar con "equipos de equidad" que actuarán como vigilantes de todo lo que haga el Gobierno. La directora del Consejo de Política Interior, Susan Rice, veterana del equipo de política exterior antiisraelí de Barack Obama, supervisará estos equipos.

Puede parecer una apuesta inofensiva para combatir los prejuicios, pero la adopción de la equidad como objetivo es lo contrario de lo que muchos estadounidenses piensan. En la práctica, la adopción del catecismo woke DEI como nueva religión civil sustituye esencialmente a la igualdad como meta nacional. La meta de la equidad significa que Biden ha adoptado la mentalidad de los ideólogos interseccionales y de la teoría crítica de la raza (TCR), que creen que la igualdad ya no es el valor al que deben aspirar los estadounidenses.

El enfoque de la equidad considera que la igualdad y la invisibilidad de la raza –es decir, una sociedad en la que, como dijo el Dr. Martin Luther King Jr., sus hijos serían "juzgados por su carácter y no por el color de su piel"– no son alcanzables y ni siquiera deseables. En su lugar hay una nueva concepción en la que la raza, la etnia y, especialmente, el color de la piel son las características definitorias de los estadounidenses, por las que habrán de ser juzgados y en función de las cuales serán tratados por el Gobierno.

El resultado de las nuevas órdenes de Biden serán cuotas apenas disimuladas a la hora de contratar y repartir los vastos recursos del Presupuesto federal, siguiendo criterios raciales. Como escribió el profesor de Derecho David Bernstein en su reciente libro Classified: The Untold Story of Racial Classification in America [Clasificados: la historia no contada de la clasificación racial en América], la voluntad del Gobierno de etiquetar así a la gente tiene su origen en los peores excesos de los tiempos de Jim Crow, signados por el racismo y el segregacionismo. Lo irónico es que, en nuestra época, quienes dicen luchar contra el racismo son los que han abrazado plenamente las ideas racistas de los segregacionistas, que creían que definir a las personas por el color de la piel era lo más importante.

La agenda DEI que Biden ha abrazado está inextricablemente ligada al auge del movimiento Black Lives Matter (BLM), así como a la teoría crítica de la raza (TCR) y las ideas tóxicas sobre el "privilegio" y la "fragilidad" blancos. Forma parte de un asalto general tanto a la historia como al principio tradicional americano de la igualdad ante la ley, reflejado en la creciente influencia del Proyecto 1619 del New York Times.

Habiéndose puesto de moda más de medio siglo después del triunfo del movimiento por los derechos civiles, y en un momento en que el racismo es menos relevante en la sociedad que en cualquier otro momento de la historia estadounidense, la agenda de la TCR está invirtiendo esencialmente los avances hacia la armonía racial logrados desde la década de 1960. Las falacias sobre el "racismo estructural" y el privilegio blanco han contribuido a que muchos se crean el mito de que Estados Unidos es más racista que nunca, cuando sucede todo lo contrario. Y están haciendo de EEUU un lugar mucho más dividido racialmente de lo que lo estaba hace sólo unos años.

Las falacias sobre el "racismo estructural" y el privilegio blanco han contribuido a que muchos se crean el mito de que Estados Unidos es más racista que nunca, cuando sucede todo lo contrario.

La mayoría de los grupos judíos de referencia, como la Anti-Defamation League, están comprando la visión destructiva de la TCR y BLM; lo que no entienden es que el marco de referencia interseccional de la agenda de la equidad clasifica a los judíos como poseedores del privilegio blanco. Además, califica a Israel de Estado blanco que oprime a gente de color, aunque esto sea lo contrario de la verdad en un conflicto –el que enfrenta a Israel con los palestinos– que es nacional y religioso pero no racial. A esto hay que añadir que gran parte de la población israelí está formada por judíos de color procedentes de Oriente Medio y de otros lugares.

Lejos de promover la igualdad, las políticas de equidad de Biden son intrínsecamente racistas y dan cancha al antisemitismo.

Cabe recordar que el presidente Joe Biden ganó la nominación presidencial demócrata de 2020 porque era la única alternativa plausible a la candidatura en auge del senador Bernie Sanders (I-Vt). Su partido se unió en torno a su candidatura para evitar que los demócratas nominaran a un socialista radical, algo que la mayoría de los observadores pensaban que garantizaría la reelección del presidente Donald Trump. Biden acabó ganando las elecciones manteniéndose en gran medida en segundo plano, en pleno apogeo de la pandemia del coronavirus y prometiendo ser el moderado que devolvería la nación a la "normalidad", tras los trastornos de la presidencia de Trump.

Y aunque la idea de que Biden, de 80 años, es una figura que encarna al Partido Demócrata moderado que gobernó con éxito en la última década del siglo XX sigue siendo la pieza central de la campaña por reelegirlo, la verdad sobre su gestión cuenta una historia diferente. La predilección de Biden por la retórica extrema –ha llamado a los republicanos "semifascistas"  y dicho que estos volverían a encadenar a los negros– siempre ha socavado las justificaciones sobre su supuesta moderación. En lugar de gobernar como un moderado, su Administración ha estado presa desde el primer día de la facción interseccional izquierdista del Partido Demócrata.

Esto ha quedado ilustrado una y otra vez por decisiones políticas que, en esencia, han procurado al país exactamente lo que cabía esperar del socialista Sanders. Lo hemos visto en el abandono de la frontera sur por parte de Biden,  en el secuestro de la legislación que se suponía debía abordar el colapso de las infraestructuras nacionales (la Build Back Better Act de 2021) o en una economía atormentada por la inflación (v. Inflation Reduction Act de 2022). Se destinaron fondos a los proyectos demócratas sobre el cambio climático, y se hizo mucho menos por las infraestructuras o la vacilante economía.

Las políticas de fronteras abiertas de Biden y sus esfuerzos por reorientar el presupuesto federal de modo que esencialmente está poniendo en práctica gran parte del Green New Deal de Alexandria Ocasio-Cortez (demócrata por Nueva York) son prueba suficiente de que el presidente ha caído bajo el influjo del ala progresista de su partido.

Sin embargo, la prueba más importante de hasta qué punto Biden se ha inclinado a la izquierda durante su estancia en la Casa Blanca es su adopción de la DEI y de la agenda de la equidad. Nada de lo que pueda hacer es capaz de infligir más daño a largo plazo a la sociedad estadounidense, ni de marginar más a una comunidad judía que actualmente se enfrenta a un preocupante repunte del antisemitismo.

El antisemitismo puede encontrarse tanto en la derecha como en la izquierda, además de en los sectores afroamericanos y musulmanes de la población. Pero sus "equipos de equidad" son el decantador de un copamiento racista de las instituciones estadounidenses. Por eso corresponde a quienes pretenden hablar en nombre de las organizaciones judías darse cuenta de que la adhesión de Biden a las ideas de los radicales de su partido no es una mera cuestión de táctica política destinada a apuntalar su base. Es una amenaza directa a los valores sociales que están en la base del verdadero liberalismo y los derechos individuales que han hecho de Estados Unidos un lugar donde los judíos han encontrado un hogar.

En todo el mundo empresarial, además de en el académico y el artístico, se han instalado comisarios para que actúen como inquisidores y garanticen la adhesión al catecismo DEI. Ahora, Rice hará lo mismo en Washington. Y esto es sin duda una mala noticia para quienes se preocupan por la igualdad, la armonía racial y el antisemitismo.

© JNS