Las consecuencias de unos medios demediados en los que no se puede confiar son nefastas para la democracia.

Quienes monitorean la actividad de los medios de comunicación llevan mucho tiempo bregando con la pregunta clave que está en la base de su tarea. Ante informaciones tendenciosas como tantas que se leen sobre Israel en los principales medios, es más fácil señalar los errores, las distorsiones y las faltas de contexto que demostrar por qué lo hacen.

Veamos un ejemplo reciente. Después de que John Fetterman, candidato demócrata al Senado por Pensilvania, debatiera con su oponente republicano, el Dr. Mehmet Oz, las reacciones al duelo más bizarro del que se tenga memoria fueron variadas.

En una época hiperpartidista, y en unas elecciones que podrían decidir el control del Senado, lo esperable es que demócratas y republicanos reaccionen ante un debate televisado diciendo que su candidato fue mejor, independientemente de lo que dijeran uno y otro. Puede que mucha gente diga que siempre vota al mejor candidato, pero la política es como el deporte y la nuestra se ha convertido en una guerra cultural tribal.

Ahora bien, lo que no podía ignorarse era que Fetterman, que sufrió un derrame cerebral poco antes de conseguir la candidatura demócrata el pasado mayo, era claramente incapaz de entender muchas de las preguntas o de articular respuestas coherentes. Y eso que contaba con la ayuda de un sistema de subtitulado.

Fue un espectáculo penoso y debería mover a la compasión por el estado de Fetterman. Sólo cabe esperar que finalmente pueda recuperarse por completo.

También sería de esperar que los periodistas que se identifican con los demócratas dijeran que su intervención fue aceptable o quitaran importancia al suceso. Algunos afirmaron, con gran hipocresía, que sacar conclusiones del debate era "capacitista" o –aún más risible– un acto de discriminación contra los discapacitados.

Pero el post-debate no debería preocupar a quienes se preocupan por el colapso de la credibilidad de los medios de comunicación; sino que varios destacados periodistas progresistas entrevistaron a Fetterman en los meses posteriores a su derrame cerebral y aseguraron a la opinión pública que estaba bien.

Sólo la reportera de NBC News Dasha Burns discrepó. La suya fue la única entrevista ante las cámaras que concedió Fetterman antes del debate, ya que su equipo asumió que sería amistosa. Sin embargo, más tarde Burns advirtió que cuando su dispositivo de subtitulado no estaba encendido, Fetterman no podía entender lo que se le decía.

En respuesta, los periodistas de la bancada demócratas se dedicaron a arremeter contra Burns, tachándola de insensible o denunciando que de alguna manera reforzaba a los republicanos. Molly Jong-Fast, colaboradora de The Atlantic y Vogue, dijo que las palabras de Burns eran pura "m...".

Rebecca Traister, de NewYork Magazine, y Kara Swisher, de Vox y New York Magazine también, se expresaron en parecidos términos, argumentando que Fetterman estaba bien y que las afirmaciones en contrario eran prueba de mala praxis periodística. Incluso la presentadora del Today Show, Savannah Guthrie, colega de Burns en la NBC, pareció cuestionar su credibilidad.

Armada con estos testimonios, la esposa del candidato, Gisele Fetterman, no sólo exigió que la NBC se disculpara, sino que dijo que Burns debería afrontar las "consecuencias".

Hasta el debate, la defensa de Fetterman que hicieron todos estos podía parecer creíble. Después, no.

Quien viera el patético espectáculo sabe ya quién dijo la verdad sobre Fetterman y quién no. Burns siguió las normas éticas de su profesión y, dejando de lado sus opiniones personales sobre las elecciones, brindó al público una información importante.

En cuanto a Jong-Fast, Traister y Swisher, no hay una forma agradable de caracterizar sus afirmaciones. Mintieron.

Sus motivos, como los de la esposa de Fetterman, no son un misterio. Lo mismo ocurre con todos los que secundaron sus objeciones a Burns. Quieren que los demócratas sigan controlando el Senado. Lo cual significa que Fetterman debe ganar. Con tal de dar un impulso a su candidatura, estaban dispuestos a encubrir o falsear hechos relativos a su salud.

Negar la responsabilidad de los medios de comunicación, por la forma en que tantos periodistas mienten por sectarismo político, no sólo es ignorar los hechos, sino que revela incapacidad para entender cómo y por qué nuestra vida política y social están tan fracturada.

La conclusión que cabe extraer de este incidente trasciende la lucha partidista. No hace falta estar a favor de Oz para comprender que estamos ante un caso en el que unos periodistas sacrifican la verdad para promover una agenda política.

Es sólo un ejemplo de una tendencia que se ha convertido en habitual en los medios de comunicación tradicionales.

Como ha escrito el exsecretario de Prensa de la Casa Blanca Ari Fleischer en su nuevo libro, Suppression, Deception, Snobbery, and Bias. Why the Press Gets So Much Wrong—And Just Doesn't Care ("Eliminación, engaño, esnobismo y parcialidad: por qué la prensa se equivoca tanto... y simplemente le da igual"), el problema no es la ignorancia o el error, sino una prensa sectaria que siempre inclina la balanza informativa en una dirección.

Hay muchos otros ejemplos. The New York Times proporcionó uno evidente a principios del mes pasado en un artículo sobre las falsedades que el presidente Joe Biden profiere habitualmente. El objetivo era aducir que las mentiras de Biden debían ser consideradas meros cuentos chinos de un abuelo, no patrañas como las que soltaría el expresidente Donald Trump.

La idea de que unas mentiras están bien y otras no porque quien dice las primeras ha de ser considerado un hombre decente y el otro no es tan clamorosamente hipócrita y absurda que choca que incluso los activistas woke que editan el principal periódico del país hayan pensado que ese artículo era digno de ser publicado.

Por supuesto, aunque Trump es culpable de decir muchas cosas inciertas –exageraciones e insultos hiperbólicos que él y sus seguidores podrían excusar como esfuerzos para ilustrar una idea–, el historial de fabulación en serie y difamación mendaz de Biden, que se remonta a sus primeros años de vida, también reseñable.

La cuestión aquí no es que cualquier cosa que digan ambos deba tomarse con prevención, sino que el doble rasero del sedicente periódico de referencia es tal que nadie debería tomar nada de lo que cuenta al pie de la letra.

Lo cual contribuye a una situación en la que la se ignoran los argumentos de los rivales políticos, y que –como se advierte en otro artículo del Times– lleva a demócratas y republicanos a pensar que la democracia está en peligro. Sólo discrepan sobre quién tiene la culpa.

Son numerosas las causas que explican este estado de cosas. Pero negar la responsabilidad de los medios de comunicación, por la forma en que tantos periodistas mienten por sectarismo político, no sólo es ignorar los hechos, sino que revela incapacidad para entender cómo y por qué nuestra vida política y social están tan fracturada.

Esta atmósfera explica, al menos en parte, el aumento del antisemitismo, y cómo se está tolerando en ambos extremos del espectro político. Revela un partidismo exagerado en una sociedad en la que pocos están dispuestos a condenar a los aliados incluso cuando son culpables de un clamoroso discurso de odio.

El mismo patrón se sigue en la cobertura de Israel y Oriente Medio. Aunque podría parecer que la causa del sesgo es la ignorancia de la historia de la región –ya que muchos responsables y reporteros simplemente no saben, por ejemplo, que la paz entre Israel y los árabes palestinos podría haber sido posible si estos últimos no hubieran rechazado sistemáticamente cualquier compromiso a lo largo del siglo que dura ya el conflicto–, a menudo se ignoran incluso los acontecimientos relativamente recientes, reforzando la narrativa sobre la opresión de los palestinos.

Además, influidos por la propaganda palestina y el argumentario antisemita, muchos periodistas distorsionan deliberadamente la forma en que se describe el conflicto, lo que contribuye a crear un terreno fértil para los prejuicios y allana el camino para fenómenos como el reciente informe de la Comisión de Investigación del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, que incurre en antisemitismo flagrante y acusa falsamente a Israel de ser un "Estado [que practica el] apartheid".

Las consecuencias, tanto en Estados Unidos como en el extranjero, de unos medios demediados en los que no se puede confiar no afectan únicamente al periodismo. Cuando los miembros de la prensa mienten para promover una causa, no se limitan a difundir información errónea: también crean un entorno en el que la democracia colapsa y el antisemitismo avanza.

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