La desastrosa 'política de fronteras abiertas' del presidente ha convertido a las 'ciudades santuario' en irreconocibles campamentos de inmigrantes. La ciudad de Nueva York es la zona cero de la crisis.

No habría nada que reprochar al alcalde demócrata de Nueva York, Eric Adams (ni a nadie), si optara por repetir el "boom trumpista" con su voto secreto en noviembre, al recordar el auge económico y la calma global del Estados Unidos pre-Covidi de Donald Trump,

La desastrosa política de fronteras abiertas del presidente ha convertido a las 'ciudades santuario' en irreconocibles campamentos de inmigrantes. Nueva York se encuentra en la zona cero de esta crisis: más de 110.000 inmigrantes han quedado abandonados en las calles de Manhattan, superando por más del doble a ciudades como Los Ángeles y Houston.

¿Recuerdan cuando el autoproclamado santuario de Martha's Vineyard no aceptó ni a 50?

Neoyorquinos de todas las tendencias observan en qué se ha convertido su ciudad y consideran, según reportes, patética la gestión de Adams, por lo cual no debería extrañar que el alcalde se haya desplomado en las encuestas. El problema es doble. Adams no creó la crisis, pero cuando acudió a Washington para pedir ayuda financiera recibió la advertencia de que "la caballería no vendría".

El impacto de la crisis fronteriza de Biden en la ciudad de Nueva York es incalculable en cuanto a la destrucción de la calidad de vida. Sin embargo, también es cierto que el daño económico se puede calcular hasta el último dólar. Adams ha comunicado a todos los comisarios de los departamentos de la urbe que será necesario recortar unos 4.000 millones de dólares del presupuesto en los próximos 18 meses para cerrar una brecha aún mayor, de 7.100 millones de dólares, prevista para 2024. Todos los organismos se verán afectados, desde la policía hasta los parques. Aunque estos recortes dañan el tejido que permite funcionar a la ciudad, la Administración Biden no parece dispuesta a proporcionar ayuda económica para una crisis que ella misma ha fabricado.

Somos una nación de inmigrantes, pero también una nación de leyes. Prácticamente todos descendemos de inmigrantes que lo arriesgaron todo para llegar a este país. La mayoría vino con un puñado de divisas y el nombre de algún pariente lejano que respondiera por ellos. Reconocemos el enorme poder que generó la voluntad de tantos de ser llamados estadounidenses, pero aquel no surgió de una política de fronteras abiertas como la que ahora deja pagando la cuenta a nuestras ciudades y que, peor aún, hace vulnerable al país ante posibles actos de terrorismo por parte de inmigrantes que no pueden ser controlados o que se han fugado de las autoridades (cerca de 1,6 millones, que sepamos). Sólo se necesitaron 19 terroristas el 11 de septiembre para derribar el World Trade Center, en un atentado en el que murieron casi 3.000 personas.

Hay muchos alarmados entre quienes han desempeñado o desempeñan la función pública, incluido el candidato presidencial Donald Trump. Trump, por ejemplo, ha dicho que hará de la resolución de esta crisis una de sus prioridades desde, el primer día, si gana las elecciones presidenciales. Él, entre muchos otros, reconoce la diferencia entre el patriotismo de los inmigrantes y el pandemónium fronterizo. Son varios los políticos estadounidenses que, ante la furia de los contribuyentes, las "terribles" cifras en las encuestas, los "aterradores" déficits y las graves amenazas a la seguridad nacional, consideran que se trata de un problema que hay que abordar de inmediato.

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