El crecimiento exponencial de antisemitismo que se evidenció luego del ataque de Hamás a Israel el 7 de octubre, llegó a un punto de increíble efervescencia luego del ataque de Irán a Israel días atrás.

Corría el año 1518, cuando la señora Frau Troffea salió por las calles de su ciudad bailando frenéticamente. Los vecinos estaban sorprendidos, no era para menos, la pobre Frau no parecía poder parar de bailar, lo que llamaba la atención en el marco de la pobre rutina del lugar. Frau Troffea continuó así varios días sin ninguna interrupción, aún cuando el dolor se reflejaba en su cara. Su torturado cuerpo estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano y nadie entendía cómo podía lastimarse tanto a sí misma. Pero ocurrió que cuando habían pasado algunas horas del comienzo de su baile sin fin, un vecino se unió a su danza. El contagio fue creciendo y antes de que termine la semana más de treinta personas bailaban día y noche con idénticas dolorosas y mortales consecuencias. La horda danzante sufría sus bajas, claro, ya que los bailarines caían redondos cuando el corazón o los pulmones dejaban de responderles.

Según relatan las crónicas, más de 400 personas fueron "infectadas" por la famosa plaga de danza, un hecho real que afectó a Estrasburgo y que se convirtió en un caso modélico de la historia de las histerias colectivas, fue la famosa "plaga de baile", según la describió John Waller en su libro The Dancing Plague: The Strange, True Story of an Extraordinary Illness que describe con detalle el fenómeno. Siglos después, otra histeria colectiva parece haberse apoderado de los estudiantes en universidades de EEUU. El crecimiento exponencial de antisemitismo que se evidenció luego del ataque de Hamás a Israel el 7 de octubre, llegó a un punto de increíble efervescencia luego del ataque de Irán a Israel días atrás. Al parecer, con cada ataque a Israel se enardecen, se excitan, se afirman y envalentonan. Algo mucho más grave que una manifestación estudiantil está ocurriendo en el corazón de las nuevas generaciones norteamericanas, las nuevas élites, las que van a gobernar al país en menos de una década.

Los diversos campamentos, barricadas, discursos y otras manifestaciones que se están llevando a cabo se deshicieron sin complejos de la pátina pacifista que usaron hasta hace un par de meses. También se sacaron de encima el atajo “anticolonialista” clave para la narrativa de la izquierda tradicional respecto de su rechazo a Israel. Ni en los países de Medio Oriente más israelófobos se ha mostrado con tanto descaro el odio simple y llano hacia los judíos. Ya no piden el cese del fuego, ni piden dos Estados, ni hablan de la descolonización. Están pidiendo a viva voz el exterminio de los judíos. Los campamentos que se han apoderado de las universidades son comparables, hoy en día, a las declaraciones más salvajes que los líderes del terrorismo islamita hacen internamente, esas que se filtran con disimulo, porque ellos mismos entienden lo negativo de su exposición.

Mucho se ha dicho sobre que estas manifestaciones estudiantiles siempre han existido en tiempos de guerra, y es real. Los estudiantes siempre han hecho barricadas, han pintado grafitis, se han enfrentado a las autoridades, han ocupado edificios y han roto leyes y acuerdos cívicos para exponer un punto político. Pero lo que estamos viendo en los campamentos no es una manifestación "contra la guerra", es una manifestación a favor de que Hamás gane la guerra. Los gritos que estamos escuchando piden la eliminación de Israel y la "limpieza étnica". Han gritado "Quemen Tel Aviv hasta los cimientos", y han alabado a Hamás, piden "Regresar a 1948” y sostienen alegremente su lema "Del río al mar".

Era esperable que una generación educada en el odio a sí misma, a su cultura y en el completo desconocimiento de las consecuencias de sus actos pasara rápidamente a la violencia física sin medir tonos ni consecuencias. No se han detenido ni un minuto a meditar si estaba mal clavar una bandera en el ojo de una compañera judía o si era incorrecto impedirle a un profesor judío entrar a la univerisdad. Y no, no son sólo un puñado de agitadores. Son una generación de jóvenes que asisten a las universidades más caras del mundo, cuyas familias son lo más granado de la sociedad norteamericana y son los que están arrancando los carteles de los niños secuestrados hace medio año. Son un grupo social que a conciencia aplaude la violación, el secuestro y el asesinato de judíos. Que exista este tipo de odio en el corazón de las sedes más altas del conocimiento y el poder en los Estados Unidos ya no es inquietante, es aterrorizante. Es necesario ser honestos y realistas acerca de lo que está sucediendo porque este odio no se fabricó hace sólo seis meses y no va a desaparecer en los próximos años. Esto es excitación con un pogromo. Es una histeria colectiva basada en la ira y la muerte.

Mucho se habla de la crisis de la civilización occidental y no pocas son las razones. Pero pocas cosas grafican más esa decadencia que el hecho de que desde el seno de las elites se atente contra la propia civilización. Este narcisismo suicida no es propio de las viejas y conocidas "manifestaciones estudiantiles", esto es un odio a sí mismo, es el odio como elemento vincular. Tan poderoso es este odio que están cantando alabanzas a quienes los colgarían de una grúa si tuvieran la posibilidad. Están aplaudiendo a quienes les quitarían el derecho de aplaudir. Absolutamente todos, hombres y mujeres y muy en particular los fluidos no binarios, serían asesinados con el exclusivo propósito de castigarlos por ser infieles. Piden por el derecho de quienes tienen constitutivamente el objetivo de callarlos, de matarlos, devastarlos en todos los sentidos posibles…. ¿Cuánto tienes que odiar a lo que te rodea para desear tanto su destrucción, a costa de quemar tu propia carne?

Las manifestaciones estudiantiles suelen reflejar el signo de los tiempos, eso también es real. Los estudiantes de los campamentos anti-Israel están diciendo algo sobre esta oscurísima época. Cada vez que el Estado de Israel es atacado estas manifestaciones se intensifican, cada vez un peldaño más en la radicalización que nunca retrocede. Ante nuestros ojos está creciendo una espiral de histeria colectiva de una intensidad radicalizada y déspota. No se parece al mayo francés, se parece a la noche de los cristales rotos.

Las explicaciones acerca de cómo se desatan las histerias colectivas son muy diversas, se habla de la sumisión a sectas, la ingesta de alucinógenos y muchas otras razones, pero la variable común es el contagio. Lo cierto es que desde el día en que Hamás masacró a 1.200 personas en Israel el odio antisemita no ha parado de propagarse. La permanente tortura de los rehenes que siguen en manos de los terroristas y la infernal y cruenta muerte de los asesinados ese día ha provocado satisfacción en una parte muy importante, influyente, poderosa y privilegiada de la sociedad estadounidense. Se ha desencadenado una psicosis masiva, sin máscaras, a la que no le hace mella ni la explicación histórica, ni el debate político, ni la estadística militar ni el cálculo electoral. Ninguna de esas variables nos permite calibrar el fenómeno.

El berrinche narcisista de rabia contra la civilización occidental ya no es un cartel, un tatuaje o un cantito: es un grupo de gente que desea atravesar a sus compañeros con el palo de una bandera. Este campo minado de odio abierto hacia lo propio ni siquiera se parece a la crueldad de los conquistadores de la antigüedad, porque estos jóvenes no detestan al enemigo, se detestan a sí mismos. Tampoco es el viejo activismo estudiantil contra la guerra, la sociedad de consumo o la pesca de las ballenas, es la consecuencia del odio por la propia civilización que se ha inculcado incesantemente en las universidades. Es el odio a la propia historia, al propio color de piel, al propio arte, a la propia música, al propio idioma. El odio a Israel es sólo una parte, coyuntural y extrema de ese sentimiento profundo. Es en la academia donde se ha incentivado el odio y no es casual que las autoridades académicas lo hayan cultivado hasta el punto donde ya no puedan manejarlo. Son décadas de enseñar y aprender el desprecio a occidente, son capas geológicas de alumnos que son luego maestros, padres, políticos, gerentes, artistas, todos han mamado de la misma narrativa de que todos los males del mundo se deben a occidente. Tiene sentido que les resulte atractiva la masacre contra lo que la histeria colectiva considera "el mal".

Es urgente entender que van a justificar cualquier salvajismo que van a elogiar toda perversión, que van a bailar frenéticos esta danza de la muerte aún a riesgo de terminar sepultados si con eso sepultan a occidente, esta sed no se sacia sólo con el dolor de los judíos. Si los campamentos anti-Israel no ponen en alerta a los estadounidenses, es posible que la histeria colectiva hunda al país. Cuando las hordas histéricas, incontenibles y sedientas de destrucción rompan todo límite, una elección presidencial no será suficiente para detenerlas.