La ideología woke que gobierna el mundo académico permite el antisemitismo. Las dirigentes de Harvard, Penn y MIT se negaron a declararlo contrario a sus normas.

Ha sido una pésima semana para las presidentas de la Universidad de Harvard, el Instituto Tecnológico de Massachusetts y la Universidad de Pensilvania. Pero por mucho que el malestar personal y la seguridad laboral del trío de burócratas académicas puestas en un aprieto por la congresista Elise Stefanik (republicana de Nueva York) durante una audiencia del Congreso sobre el antisemitismo en los campus universitarios sea un foco de interés, nadie debería pensar que lo que vayan a decir o lo que les ocurra tiene una importancia crítica.

Por el contrario, el video viral de su atroz testimonio no es más que un síntoma del problema que azota al sistema educativo y al resto de la sociedad estadounidense. Son las ideologías tóxicas que han creado estos tres patéticos ejemplares de líderes universitarios sin brújula moral lo que debería preocuparnos, no sus destinos individuales. El antisemitismo seguirá vivo mientras este trío de universidades y la mayoría de las demás instituciones de este tipo -sean o no consideradas entre las escuelas de élite del país- sigan capturadas por la mentalidad woke, que ha convertido en la ortodoxia predominante a la Teoría Crítica de la Raza y la interseccionalidad.

Para The New York Times y otros izquierdistas, los aprietos de Claudine Gay, de Harvard, Sally Kornbluth, del MIT, y Liz Magill, de Pennsylvania, fueron una trampa. En la que entraron de lleno.

La cuestión del genocidio

A lo largo de la audiencia, mientras la mayoría de los demócratas lanzaban softballs a las representantes de estas universidades, Stefanik y otros republicanos les habían estado presionando para que dieran cuenta del ataque desenfrenado contra estudiantes judíos en sus campus desde el 7 de octubre. La representante por Nueva York había intentado que admitieran que los cánticos a favor de una "intifada" -una invocación a la campaña terrorista palestina que costó la vida a más de 1.200 judíos- eran prueba de llamamientos a la violencia que infringen las normas de estas instituciones contra la intimidación y el acoso. Por eso, cuando les preguntó si los llamamientos al genocidio judío constituían una infracción de las políticas de la universidad, esperaba que dijeran "sí" y que luego siguieran con preguntas sobre su incapacidad para hacer cumplir esas normas.

En lugar de ello, las tres respondieron con aires de abogado defensor, alegando que dependía del "contexto" del insulto o de si ese lenguaje se convertía en conducta. Cuando se les dio la oportunidad de aclarar, de contestar claramente "sí" o "no", siguieron dando rodeos -a veces con arrogante desprecio por las preguntas, en el caso de Gay, o con sonrisas nerviosas, por parte de Magill-. El objetivo de las preguntas era poner de relieve el fracaso de estas instituciones a la hora de proteger a los estudiantes judíos, mientras que, en cambio, sí mimaban y alentaban a las turbas que acosaban a sus compañeros en los campus y gritaban a favor de la destrucción del único Estado judío del planeta.

Incluso Stefanik se sorprendió de que las rectoras de algunas de las universidades más prestigiosas del país se mostraran, durante su interrogatorio, más preocupadas por la posibilidad de ser acusadas de haber tomado partido contra los estudiantes antisemitas, cuyo vil comportamiento ha sido jaleado por tantos administradores y profesores.

Si bien es cierto que incluso el discurso de odio está protegido por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, las escuelas no están obligadas a tolerar ese comportamiento en sus campus privados.

En menos de 24 horas, tanto Gay como Magill recularon. Esta última publicó en redes sociales un video pidiendo disculpas, que poco hizo para salvar su reputación. De hecho, Magill presentó su dimisión un día antes de que el Consejo de Administración de Penn se reuniera para discutir la crisis de reputación que había generado.

Por necio que fuera el desempeño de las presidentas, Stefanik no debería haberse sorprendido. Ni ella ni nadie, aunque su testimonio luego se viralizara como un momento embarazoso que mereció la condena no sólo de organizaciones judías y académicos, sino también de la Casa Blanca y de muchos políticos demócratas que Gay, Magill y Kornbluth podrían haber supuesto estarían de su parte.

Aunque la controversia ha generado críticas de los donantes y ha provocado la dimisión de Magill, lo que Stefanik puso de manifiesto no fue sólo la falta de preparación del trío y su incapacidad para comprender cómo ven quienes están fuera de la burbuja izquierdista la ceguera institucional ante el antisemitismo en la que están inmersas. Por el contrario, fue un momento que reveló la corrupción moral que existe actualmente en el corazón del discurso académico. Que es producto de la adopción por parte de estas instituciones de una ideología woke que califica falazmente de idealistas loables a quienes desprestigian a Israel -llamándolo un "Estado de apartheid" que necesita ser "descolonizado"- y consideran a sus defensores como racistas y "supremacistas blancos".

Un ataque revelador

Los atroces crímenes de Hamás el 7 de octubre han demostrado ser un momento clarificador. Ese día, los terroristas islamistas llevaron a cabo la mayor matanza masiva de judíos desde el Holocausto, junto con violaciones en grupo, torturas y el secuestro de más de 200 hombres, mujeres y niños. En respuesta, Israel ha hecho lo único que podía hacer una nación soberana: acabar con los yihadistas que gobiernan Gaza para impedir que cumplan su promesa de repetir esos ultrajes como parte de su campaña para destruir, "desde el río hasta el mar", al Estado Judío.

Sin embargo, casi desde el primer momento en que Hamás comenzó esta guerra, la respuesta de las élites de izquierda que dominan el mundo académico, así como de otros mal llamados progresistas, ha sido adoptar la narrativa palestina de victimismo frente a un Israel opresor. Al hacerlo, esencialmente han ignorado o impedido cualquier debate sobre las víctimas israelíes. Es más: las protestas contra Israel se convirtieron, de un momento a otro, no tanto en expresiones de preocupación por los civiles palestinos heridos o muertos, sino más bien en muestras de apoyo a la misión del grupo terrorista de destruir Israel y masacrar a los judíos.

La Foundation for Individual Rights and Expression (FIRE) ubicó última a Harvard, entre 254 universidades y facultades, en un ranking sobre la protección de la libertad de expresión.

Así lo demuestran los cánticos que se escuchan en las protestas callejeras de muchas ciudades y campus universitarios, con consignas que fantasean con la eliminación del Estado judío como "del río al mar" y "Palestina libre". También lo prueban los llamamientos a la "intifada", palabra que significa el apoyo a más horrores contra los judíos como los del 7 de octubre.

Que un número considerable de personas pronuncie semejante discurso es tan impactante y perturbador como los videos de personas arrancando carteles con la cara de los rehenes secuestrados por Hamás. Si bien es cierto que incluso las expresiones de odio están protegidas por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, las universidades no están obligadas a tolerar ese tipo de comportamiento en sus campus.

La propagación de la ideología woke

Con la ideología woke como ortodoxia imperante en el mundo académico, las instituciones de enseñanza superior han ganado fama de hostiles a la libertad de expresión. Aquellos que disienten con la doctrina izquierdista y "antirracista" o que señalan que el catecismo de la diversidad, equidad e inclusión (DEI) es hostil a la variedad de opiniones, opuesto a la igualdad e inclusivo sólo con ciertas minorías aprobadas (que no incluyen a los judíos) son silenciados, rechazados y excluidos de la vida universitaria de forma rutinaria. De hecho, la Foundation for Individual Rights and Expression (FIRE) ubicó última a Harvard, entre 254 universidades y facultades, en un ranking sobre la protección de la libertad de expresión.

Nadie duda de que cualquier estudiante que abogara por el linchamiento -por no hablar del genocidio- de afroamericanos o hispanos sería inmediatamente expulsado. Y que cualquier profesor que se le uniera merecería la misma suerte. Sin embargo, quienes abogan por la violencia contra los judíos rara vez, o nunca, son castigados.

La razón es que las ideologías ahora dominantes de la Teoría Crítica de la Raza y la interseccionalidad, que falsamente analogan la guerra contra Israel con la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, conceden un pase libre al antisemitismo. Los defensores de este ideario, que ahora dirigen la mayoría de las universidades a través de las oficinas de la DEI -cuyos comisarios tienen rienda suelta en los campus-, han adoptado estas mentiras y tratan a los que discrepan con desdén o algo peor. También se han esparcido por los departamentos de humanidades en las academias, que rigen tanto las admisiones como las cuestiones de disciplina.

Las personas que gobiernan estas instituciones actúan como si el principal problema de las reacciones al 7 de octubre fuera la actitud crítica con la que las personas decentes han contestado a quienes apoyan abiertamente a Hamás o se limitan a pedir un alto el fuego que permitiría a los terroristas salirse con la suya en asesinatos en masa.

Masificando el antisemitismo

La columnista del New York Times Michelle Goldberg, contraria a la existencia de Israel, fue quien mejor resumió este punto de vista. En su artículo sobre el tema, publicado el día de la comparecencia de las presidentas universitarias, alarmó sobre la supuesta amenaza a la libertad de expresión que supone la reacción de repudio contra el odio a los judíos en los campus. A Goldberg le molesta que el apoyo a Hamás demuestre que el antisionismo es sinónimo de antisemitismo. En una columna posterior, lamentó la forma en que las rectoras "cayeron en una trampa" que acabaría por suprimir el discurso "pro-palestino".

El hecho de que las opiniones de Goldberg sean consideradas por el Times como la corriente dominante, en lugar de desvaríos de extremistas que deberían estar confinados a los pantanos febriles de la extrema izquierda y la extrema derecha, demuestra cómo la mentalidad woke controla ahora los principales medios de comunicación masivos. Pero la reacción al interrogatorio de Stefanik también demuestra que la mayoría de los estadounidenses no comparten las odiosas opiniones de Goldberg.

Lo que ella, sus editores y los académicos de izquierdas de todo el país quieren hacer es redefinir el antisemitismo para que sea lícito pedir la destrucción de Israel y el genocidio de su pueblo.

Lo que debe cambiar no son las personas que dirigen estas universidades, sino la forma en que se gestionan.

No hace falta tener un título de Harvard, Penn o el MIT para saber que si unos individuos quieren privar al pueblo judío de derechos que a nadie se le ocurriría negar a ningún otro grupo -como el derecho a la libertad y la soberanía en su patria, así como el derecho a la autodefensa- están incurriendo en actitudes y acciones discriminatorias.

Quienes reaccionaron al video viral pidiendo la dimisión de los tres presidentes no se equivocan. Y los antiguos alumnos y los donantes que ahora amenazan con dejar de hacer donaciones a las tres instituciones para forzar la dimisión de sus presidentas tienen buenas intenciones. Sin embargo, el problema no son las figuras que dirigen estas escuelas, sino las burocracias que representan y las ideologías subyacentes.

Lo que debe cambiar no son las personas que dirigen estas universidades, sino la forma en que se gestionan. Son los departamentos de DEI, junto con la enseñanza de la Teoría Crítica de la Raza y los mitos interseccionales tóxicos que promueven no sólo el antisemitismo sino el odio a los Estados Unidos y la división racial permanente. No sólo Gay, Magill o Kornbluth. Y si eso no ocurre (y hay pocas pruebas la izquierda esté dispuesta a renunciar a su control del mundo académico o de otros segmentos de la sociedad), la respuesta debe ser despojar a las instituciones de sus fondos federales. Las familias estadounidenses también deben dejar de enviarles a sus hijos para que los adoctrinen. Si los ciudadanos de a pie quieren hacer algo contra el antisemitismo en los campus, no pueden conformarse con el despido de unos cuantos administradores simbólicos, productos de un sistema corrupto. Deben trabajar para derrocar al establishment que aviva el odio contra los judíos.

© JNS