La atención prestada a Kanye West debería conducir a un debate sobre la aceptación del odio entre los afroamericanos y la extraña alianza entre la extrema izquierda y la extrema derecha, no a disputas partidistas.

Como hace con casi cualquier otro tema, el expresidente Donald Trump está succionando el oxígeno de cualquier discusión sobre el antisemitismo de la estrella del rap/magnate de la moda Kanye West y sus aliados de extrema derecha. En lugar de expresar arrepentimiento por su incomprensible cena en Mar-a-Lago con West, el negacionista del Holocausto Nick Fuentes y su colega hater de la alt-right Milo Yiannopoulos, se negó a disculparse.

La cena de marras, que proporcionó al trío publicidad y cierto grado de legitimidad en círculos donde las veleidades del expresidente se tratan como indiscutiblemente racionales, fue en sí misma profundamente problemática. Pero lo peor es que el foco de la controversia que generó pasó de la creciente ola de antisemitismo al propio Trump.

Hasta cierto punto, tiene su justificación. Como era de esperar, algunos de los seguidores de Trump atribuyeron la polémica a un montaje o al sesgo progresista de los medios; otros intentaron encontrar formas de condenar a West y sus amigos sin hacer lo propio con  el anfitrión. El caso es que Trump se merece el varapalo y su implicación en los hechos es desafortunada. Y no sólo porque haya enmarañado su esfuerzo por recuperar la Casa Blanca en 2024. Citar su ejemplar, incluso histórica, hoja de servicios en lo relacionado con Israel, sobre todo si se compara con la equívoca actitud de los demócratas hacia el Estado judío, tampoco nos lleva a ninguna parte en lo que respecta al antisemitismo.

Progresistas y conservadores han estado demasiado ocupados condenando o racionalizando la cena de Trump con Kanye –y la posterior y escandalosa amenaza del expresidente de suspender la Constitución para ser declarado ganador retroactivo de las elecciones de 2020– como para darse cuenta de un panorama mucho más amplio. Si hubieran utilizado un enfoque más amplio, podrían haber tenido en cuenta las últimas estadísticas publicadas por el Departamento de Policía de Nueva York sobre los delitos motivados por el odio cometidos en noviembre. Las cifras muestran que los ataques contra judíos supusieron el 60% del total, un aumento del 125% respecto al mes anterior. Y los 45 incidentes denunciados (la mayoría de los observadores suponen que son muchos más los que no se denuncian) suponen que un judío es atacado en la Gran Manzana una media de una vez cada 16 horas.

La gran mayoría de las agresiones son perpetradas por afroamericanos contra judíos ortodoxos. Otras representan actos de prejuicio antisionista, como el destrozo de un vehículo de Jabad con pintadas de "Palestina libre". Lo que esto significa es que la epidemia de crímenes de odio contra los judíos, descrita acertadamente por Tablet Magazine en agosto como "Se abre la veda contra los judíos en Nueva York", no ha hecho más que empeorar.

Pero también hay que abordar por qué los principales agresores son afroamericanos.

Las declaraciones maníacas de West no son simplemente los desvaríos de una persona con un diagnóstico de enfermedad mental. Más bien son una forma de odio que puede vincularse a la popularidad de figuras como Louis Farrakhan, de la Nación del Islam, y a la ideología interseccional promovida por el movimiento Black Lives Matter. Ambos denuncian a los judíos como opresores blancos y a Israel como "Estado apartheid".

Pero la prensa no parece interesada en explorar cómo alguien como West pudo acabar con trolls de la alt-right como Fuentes y Yiannopoulos en la pseudocampaña de este último para presidente. En los principales medios de comunicación, pocos –si hay alguno– son conscientes de lo cómodo que se siente Farrakhan con los militantes de Resistencia Aria Blanca. Tampoco parecen tener conocimiento de la extraña alianza que existió entre George Lincoln Rockwell y el Partido Nazi Americano y la Nación del Islam y sus líderes, Elijah Muhammad y Malcolm X, a principios de la década de 1960, todo lo cual fue relatado recientemente por el rabino Yisrael M. Eliashiv en su Magen Yehudi (Substack).

Mientras muchos conservadores no puedan ser honestos sobre lo que ha hecho Trump y el antisemitismo negro siga siendo un asunto tabú en la izquierda, las posibilidades de superar este desafío son inexistentes.

Mientras tanto, a diferencia de la escandalosa reunión de Trump con West, Fuentes y Yiannopoulos, las reuniones con Farrakhan de figuras como los expresidentes Bill Clinton y Barack Obama, y con numerosos miembros del Caucus Negro del Congreso, no se consideran tóxicas o descalificadoras. Tampoco la voluntad del Partido Demócrata de tratar al movimiento BLM como sacrosanto y a los partidarios del BDS, empezando por sus congresistas Ilhan Omar y Rashida Tlaib, como estrellas de rock.

Visto así, las palabras del presidente Joe Biden contra Trump por su cena con Kanye, "el silencio es complicidad", no fueron tanto una necesaria llamada a la acción como un ejercicio de señalamiento partidista. Tiene razón en que el silencio de Trump sobre el odio vil vertido por West, Fuentes y Yianopolous es profundamente erróneo. Pero sus elogios de Tlaib y otros que habitualmente vomitan vitriolo antisemita resulta más que hipócrita.

Si Biden pudo decirle a Tlaib –en un discurso en Dearborn, Michigan, la primavera pasada–: "Admiro tu intelecto, admiro tu pasión y... gracias por ser una luchadora", no tiene derecho a decir a nadie, ni siquiera a Trump, que legitima a los antisemitas.

Se ha convertido en un axioma que tanto la derecha como la izquierda tienen visión de túnel cuando se trata de odio y antisemitismo. Los progresistas sólo reparan en el antisemitismo de la extrema derecha, y se lo inventan en lo relacionado con el sentir de la mayoría de los conservadores , como se refleja en su descripción totalmente engañosa de cualquier crítica al megadonante izquierdista George Soros como prueba de conspiración antisemita.

La izquierda ignora el antisemitismo normalizado por sus políticos predilectos en el Congreso. El ensalzamiento del Escuadrón progresista (The Squad), cuyos miembros, cada vez más numerosos, demonizan a Israel y se dedican a estigmatizar interseccionalmente a los judíos, es el ejemplo más relevante de esta actitud.

Igual de malo es que instituciones izquierdistas como The New YorkTimes no sólo no hablen de la epidemia de crímenes negros de odio contra los judíos, aun cuando se esté produciendo en sus propias narices, sino que apenas se ve forzadoa reconocerlo.

Lo mismo pasa con muchos en la derecha, que salen con excusas para que Trump haga las mismas cosas que ellos consideran pruebas de intolerancia cuando las perpetran Biden y los demócratas.

Si como sociedad fuéramos capaces de unirnos en torno a la idea de que el antisemitismo no puede tolerarse de ninguna forma ni por parte de nadie, nuestra capacidad para responder con eficacia aumentaría enormemente. Pero, mientras muchos conservadores no puedan ser honestos sobre lo que ha hecho Trump y el antisemitismo negro siga siendo un asunto tabú en la izquierda, las posibilidades de superar este desafío son inexistentes.

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