La democracia agoniza cuando no se puede confiar en los medios
El debate presidencial, al igual que la cobertura de la guerra en Gaza, ilustra la flagrante parcialidad de la prensa.
Aunque parezca mentira, los periodistas no están en lo más hondo del pozo de la desconfianza del público estadounidense. Según la última encuesta anual de Gallup sobre las actitudes hacia varias profesiones, entre los peor valorados están los abogados, los vendedores de seguros y coches, los ejecutivos de empresas, los corredores de bolsa, los publicistas y (para sorpresa de nadie) los políticos. Los congresistas tienen el dudoso honor de ser los peores, ya que sólo el 6% del público tiene un alto grado de confianza en ellos.
Que el 19% del público siga confiando en los periodistas es sorprendente, pero nada de lo que alardear. De hecho, se podría argumentar que esta profesión resulta más perjudicada que otras con resultados más pobres. Puede que no confíe en quien le quiere vender seguros, coches o acciones, pero, después de todo, le ofrecen artículos que presumiblemente tienen algún valor. Pero si no cree ni en una palabra de lo que lee en The New York Times o lo que escucha, digamos, en ABC News, entonces sus productos no valen ni un céntimo.
Dado el teórico papel vital que desempeña una prensa libre en una democracia funcional, en términos de su capacidad para responsabilizar a gobiernos e instituciones poderosas, la difundida creencia de que los medios no son dignos de confianza y de que, en cambio, están en el bolsillo del Estado socava cualquier noción de que vivimos en un país libre.
"El dominio del debate público por parte de la izquierda socava la convicción de que los periodistas desempeñan un papel clave en el proceso democrático."
Tuvimos un recordatorio de porqué eso importa en el debate presidencial de esta semana entre la vicepresidenta Kamala Harris y el expresidente Donald Trump. Aunque diría que no alcanzó para alterar la conclusión generalizada (compartida por mí) de que la candidata sacó mucho mejor partido del enfrentamiento, la decisión de los dos moderadores de ABC News -David Muir y Linsey Davis- de ponerse descaradamente de su lado puso en tela de juicio la ecuanimidad del escenario de la contienda. También fue una una confirmación de la parcialidad de los dos periodistas y su cadena.
Una profesión cada vez más woke
Este es un tema familiar para los partidarios de Israel, que han visto con consternación cómo, en las últimas décadas, una cobertura injusta alimentaba los esfuerzos para deslegitimar la existencia del Estado judío, negándole su derecho a existir y demonizando todas sus acciones. Desde la masacre del 7 de Octubre, este sesgo ha sido particularmente doloroso porque publicaciones y cuentas en redes sociales en apariencia creíbles actuaron como facilitadoras de los terroristas, repitiendo toda mentira pronunciada por los asesinos y violadores.
Aquello no es únicamente contraproducente para Israel. Se ha convertido también en un fundamento esencial del aumento del antisemitismo que se percibe en calles y campus universitarios, donde turbas antiisraelíes y pro Hamás atacan a los judíos.
No importa a quién piense votar en noviembre o la opinión que le merezcan Harris y Trump, debe entender que el colapso de la credibilidad de los medios es una amenaza que puede ser letal para la democracia y la vida judía en Estados Unidos. Llegados a este punto, no basta con denunciar la parcialidad de los medios de comunicación y tratar de que éstos corrijan sus errores, por muy crucial que sean estas tareas.
Debemos comprender cómo y por qué se ha producido este sesgo, que puede hacerse sentir en las narrativas sobre política nacional e internacional. Más concretamente, como en el caso del colapso de la educación superior debido a su absorción por los ideólogos woke, es hora de que los consumidores de noticias dejemos de fingir que la prensa progresista merece nuestra confianza.
Nadie cuestiona seriamente que los llamados medios de comunicación tradicionales -término que incluye publicaciones convencionales como The New York Times y The Washington Post además de cadenas y canales como CNN y MSNBC- se inclinan cada vez más hacia la izquierda. Nadie, más allá de un puñado de periodistas y progresistas acérrimos que protestan porque quieren aún más parcialidad contra los conservadores y, sobre todo, contra Trump. Desde que ganó las elecciones de 2016 y tras el pánico moral introducido por el verano de Black Lives Matter en 2020, no faltan los profesionales del periodismo dispuestos a declarar a plena voz que su propósito es el activismo político y no la búsqueda objetiva de la verdad.
Utilizan, por tanto, sus púlpitos para sesgar la cobertura mediática en servicio de fines políticos e ideológicos, encubriendo a políticos afines y difamando a los contrarios. Las generaciones anteriores de reporteros también ladeaban hacia la izquierda, pero entendían que el público quería que le informaran las noticias con imparcialidad, y al menos intentaban aparentar que lo hacían incluso cuando eran parciales. A diferencia de las de antaño, que con más probabilidad procedían de la clase trabajadora y carecían de título universitario o, a veces, de bachillerato; la flamante generación de periodistas está casi unánimemente educada en instituciones de élite. Allí fueron adoctrinados con mitos woke sobre la raza y la interseccionalidad y enseñados en la fe ciega de las causas progresistas. Gracias a esto y al igual que en los campus, en las redacción predomina una atmósfera de pensamiento de grupo en la que existen turbas que presionan a los disidentes para que o guarden silencio o se marchen.
Hay espacios donde se cuestiona la sabiduría progresista convencional, aunque normalmente pertenecen a medios pequeños que luchan por ganarse el respeto que dan por sentado sus pares ya establecidos. Aunque hay publicaciones y cadenas conservadoras -por no hablar de programas de radio en los que se puede escuchar la otra cara de los argumentos del momento y que, por supuesto, tienen su propia parcialidad-, la izquierda tiene un dominio casi absoluto de los denominados medios de comunicación tradicionales. Son estrechos los lazos entre estas instituciones periodísticas y las que sirven al establishment político, cultural y artístico.
Periodistas que avivan el antisemitismo
Aquello socaba la arraigada creencia de que los periodistas desempeñan un papel clave en el proceso democrático, al someter a escrutinio la política de cualquier gobierno y exigir responsabilidades a cualquier candidato. Si la mayoría de los periodistas sólo cumplen estas funciones de vigilancia con un lado de la división política y dejan pasar impune al otro, especialmente si está en el poder, el público queda con la impresión de que no existe la prensa libre, sino medios de comunicación estatales que siguen la línea de un partido del mismo modo que ocurre en los regímenes autoritarios o totalitarios.
"Una prensa uniformemente partidista se parece más a los medios de un régimen estatal que a la prensa libre necesaria para continuar el singular experimento estadounidense de gobierno".
El mismo proceso se aplica a la cobertura de Israel y el antisemitismo. Ahora se espera casi universalmente que los esfuerzos del Estado judío por defenderse -incluso contra las bárbaras tácticas de un grupo terrorista islamista genocida como Hamás y sus tiránicos patrocinadores iraníes- reciban siempre una cobertura injusta. En el pasado, el sesgo antiisraelí se cimentaba sobre todo en ignorancia, dejadez y simpatía hacia el lado percibido como desvalido -que es como el mundo ve a los árabes palestinos a pesar del tamaño y poder de las fuerzas desplegadas contra la pequeña y única nación judía del planeta.
En los últimos años, ha quedado claro que el problema con la cobertura de Israel es más una cuestión de ideología que de falta de conocimiento sobre la historia del conflicto en Oriente Medio. Al igual que el dominio de la izquierda sobre las facultades y las administraciones universitarias ha creado una atmósfera en la que la mayoría de los profesores y estudiantes creen la mentira interseccional de que Israel es un Estado colono/colonial ilegítimo de opresores blancos, lo mismo ocurre ahora con los medios de comunicación progresistas, la mayoría de cuyo personal ya ha recibido el mismo adoctrinamiento.
El coste de la parcialidad mediática
Respecto a la contienda Harris-Trump, la decisión de los moderadores de la ABC de verificar a Trump en tiempo real les puso en la tesitura de abandonar el papel de neutrales árbitros y formuladores de preguntas. Al menos uno de ellos, Muir, a veces parecía un participante más que trataba de ayudar a Harris.
El empleo habitual de hipérboles, a menudo poco relacionadas con los hechos objetivos, deja expuesto a Trump a comprobaciones de datos. Pero lo mismo podría decirse de Harris, cuya no despreciable lista de mentiras incluía el reciclaje de falsedades sobre Trump llamando a neonazis "gente muy buena" o amenazando con un baño de sangre si era reelegido, sobre su supuesta oposición a los procedimientos de FIV o su conexión con el Proyecto 2025 de la Fundación Heritage (que a su vez que distorsionado). Que no se cuestionaran estas mentiras o declaraciones de la vicepresidenta, como que las turbas antisemitas son "gente muy buena", demuestran que el debate se inclinó hacia el lado demócrata.
Muir y Davis también merecían que se comprobaran sus dichos, ya que mintieron sobre las leyes estatales del aborto y repitieron las falsas estadísticas de Hamás sobre las bajas palestinas en Gaza. Los dos moderadores temían ser víctima del mismo acoso sufrido por Jake Tapper y Dana Bash, de CNN, después de que, a pesar de ser de izquierda, no hicieron verificaciones partidistas cuando moderaron el debate del 27 de junio entre Trump y el presidente Joe Biden, durante el cual este último se autodestruyó.
No significa todo aquello que Harris no se desempeñó mejor que el desenfocado y fácilmente distraíble Trump. Tampoco que, necesariamente, deba perder las elecciones. Pero sí envió el mensaje a la mitad del país escorada hacia el republicano de que no debe tomar por bueno nada de lo que publiquen sobre la contienda electoral ABC u otros medios progresistas.
Es axiomático afirmar que somos una nación bifurcada en la que dos bandos políticos enfrentados leen, escuchan y ven periódicos diferentes, y que por tanto no compartimos ni un lenguaje ni un consenso sobre los hechos objetivos del día. Es en este entorno donde se rompe una premisa básica de la democracia: aceptar las opiniones con las que discrepamos y tratarlas como bienintencionados aunque estén equivocados. Del mismo modo, la división de los medios de comunicación en cuanto a Israel, con un bando difamándolo y el otro defendiéndolo, también fomenta una atmósfera en la que un porcentaje significativo del país está dispuesto a creer mentiras sobre el Estado judío. Y a inclinarlo hacia el antisemitismo, aquí en casa.
Es posible que los progresistas hayan vitoreado a los moderadores por convertir el debate en un enfrentamiento tres contra uno en el que se empleó su versión de la verdad contra su bête noire, el malvado hombre naranja. Si los votantes de Trump y muchos independientes ya no creen nada de lo que se escucha en los medios progresistas, será un triunfo pírrico.
Puede que seamos capaces de sobrevivir como república constitucional sin abogados honestos y con la mayoría de los vendedores y políticos tenidos por sinvergüenzas, como lo han sido desde los tiempos de los Padres Fundadores. Sin embargo, sobre todo cuando los medios de noticias locales están desapareciendo y la mayor parte del discurso político se lleva a cabo en una plaza pública virtual propiedad de unos pocos oligarcas de Silicon Valley que actúan en connivencia con los progresistas de la prensa y el gobierno, nuestra prensa uniformemente partidista parece más un régimen estatal de medios que la prensa libre que necesitamos para que sobreviva el singular experimento estadounidense.
Aquella es una fórmula para el vaciamiento (o el fin) de la democracia, así como un probable incremento del antisemitismo. Es un panorama que debería inquietar a todos, más allá de a quién se vote en las elecciones de noviembre.
© JNS