Alberto Fernández, una (metafórica) autopsia necesaria
Alberto representa el ocaso del relato progresista, fue un embudo usado para que los “moderados” tragaran la basura woke y finalmente sirve para desnudar la fantochada delincuente que siempre fueron. La denuncia de Fabiola Yáñez arrasa con lo que quedaba de la mascarada, no sólo mata al relato kirchnerista, marca el fin de una forma política.
Ahora que se ha producido la muerte civil del último de los presidentes kirchneristas (y hasta hace 15 minutos presidente del partido peronista), Alberto Fernández, resulta ciertamente útil hacer la autopsia correspondiente. Si bien es cierto que la caída por el precipicio del exmandatario comenzó ya a mediados de su Gobierno, en la última semana ocurrió el choque final contra el suelo. Es el ruido que hizo este golpe, cuando ya se trataba de un occiso político, lo que más vale la pena analizar. Primero porque no es lo mismo morir políticamente que civilmente, la diferencia es rotunda. Y segundo porque es un personaje olvidado desde hace meses en la intrascendencia que puede, de pronto, hacer tal cantidad de daño y generar una onda expansiva de estiércol tan poderosa, que es un evento político del que nadie se puede abstraer.
Los hechos primero: todo comenzó como un cisne negro, surgido de la causa en la que se investiga al expresidente por supuesto cobro de comisiones y tráfico de influencias en la contratación de seguros para el Estado a su amigo Héctor Martínez Sosa. Estas contrataciones se habrían extendido a lo largo de toda su gestión y, tal vez, habrían comenzado a pergeñarse en la campaña del 2019 que lo llevó a la Casa Rosada. Que un presidente peronista tenga causas por corrupción es más esperable que el agua húmeda, de manera tal que, cuando el caso se hizo conocido en febrero, no llamó particularmente la atención. Pero en la causa se dispusieron medidas de prueba como allanamientos y secuestros de teléfonos, y todo creció al punto de escándalo al ser revelado el contenido del WhatsApp de María Cantero, secretaria de Alberto Fernández y esposa de Héctor Martínez Sosa.
En el teléfono de María Cantero se encontraron mensajes de Fabiola Yáñez, pareja del expresidente, con diálogos de la exprimera dama con Fernández y fotos en donde se la veía con un ojo morado y moretones en el brazo. Los diálogos habrían sucedido a mediados de 2021, momento en que se conoció el escándalo de la fiesta de Olivos ocurrida meses antes. En esa ocasión Fabiola había festejado su cumpleaños, muy concurridamente, mientras la población sufría la cuarentena impuesta por su marido.
Al juez de la causa de los seguros esto le cambió el panorama, de manera que separó el material del teléfono de Cantero y llamó a Fabiola Yáñez, que vive en Madrid, para que haga la denuncia. Como ella no quiso, el juzgado archivó el apartado. Pero poco después un medio local publicó la noticia y entonces Fabiola decidió hablar con el juez y afirmó estar sufriendo “terrorismo psicológico” y “acoso telefónico” de Alberto para que no lo denunciara. El juez dictó una serie de medidas cautelares: le prohibió al expresidente todo tipo de contacto con la mujer y la salida del país. En siete días Alberto se había transformado en la mancha venenosa mundial.
Pronto se viralizaron las fotos y los chats donde Fabiola le pedía a Fernández que dejara de golpearla y la indignación estalló por el aire, el fiscal pidió el secreto de sumario y solicitó un allanamiento al departamento de Alberto Fernández, donde la Policía secuestró dos teléfonos, un iPad , 22 pendrives y dos memorias. Los delitos por los que deberá responder el exmandatario son varios, dependerá del momento en el que hayan sucedido y de otras cuantas variables. También está por verse la complicidad de quienes custodiaban al presidente y a su familia, así como de quienes trabajaban en las residencias oficiales, deberá determinarse si pudieron haber ocultado los hechos tanto dentro de la residencia presidencial como de otros despachos y si Fernández u otros cómplices usaron su poder para impedir que se impartiera justicia.
Como las desgracias nunca vienen solas, comenzaron a filtrarse videos del teléfono de Alberto Fernández, algunos de los cuales lo muestran con una periodista kirchnerista, llamada Tamara Pettinato, en el despacho presidencial de la Casa Rosada. En un candente y ligeramente beodo diálogo entre el presidente y Tamara se puede escuchar varios “te amo” y otras frases del acervo casanova de Alberto. Durante la cuarentena, Tamara Pettinato visitó la residencia presidencial junto a otras modelos, actrices y escorts famosas, hecho por el que recibieron denuncias gracias a las investigaciones periodísticas, pero ver el desfile de lujuria del presidente que dictaba clases de moral pandémica; impidiendo a la gente trabajar, tratarse médicamente, estudiar o velar a sus muertos fue demasiado. Estaba cantado que los videos de las amantes de Alberto usando la Casa Rosada como espacio de encuentro sexual potenciarían el desprecio con el que Fernández ya contaba.
En tan sólo una semana, Alberto Fernández pasó de no tener futuro político a no poder salir a la calle. Se enterró en vida, y le dio el último empujón a un relato que estaba atado con alambre. El kirchnerismo, la versión más moderna del peronismo, fue una eficaz fusión entre la nueva izquierda y el corporativismo estatista de mediados del siglo pasado. Fue una máquina de poder tan potente que consiguió cuatro presidencias, infectó todo el sistema institucional-cultural argentino, exportó su narrativa al mundo y succionó toda la vida, la riqueza y el desarrollo que tuvo a la mano, para poder existir. Toda esa poderosísima construcción de poder fue dinamitada por el tipo que Cristina Kirchner, la jefa del peronismo, eligió por ser el hombre con menos capacidad de manejo propio, lo eligió por su insignificancia, inutilidad y sumisión. La paradoja es notable.
Alberto fue el socio fundador del kirchnerismo, con más historial dentro de la casta política argentina que el propio Néstor Kirchner. Por eso Néstor lo mantuvo como jefe de gabinete durante todo su mandato, era un eunuco electoral que servía para la politiquería más baja. Justamente por eso Cristina Kirchner lo ungió como candidato a presidente, por esas cualidades. Se podía usar y tirar, no tenía valor político, trascendencia, territorio…ni nada. Ella podría manejarlo como a un títere colocándose como su vice. Se trata de una vieja estrategia de los socialismos como el brasileño, el ruso, el cubano, etc.
Pero Alberto, además y si no se lo dejaba hablar, parecía normal y eso para el kirchnerismo era un upgrade. Representaba el aspiracional del setentismo académico, revisitaba viejos topos izquierdistas ya podridos como las líneas de Galeano, las canciones de Nebbia, las ideas de Guevara Lynch. Y era un profesor, reivindicaba toda la narrativa sesentayochista de la que el progresismo global es hijo y esclavo. Sus nuevos compañeros, los muchachos de Puebla, de CELAC, de UNASUR pensaron que con él limpiaban la imagen chabacana y burda de Cristina, de Maduro, de Lula, de Evo. Se abrazó también con el centro centrado del G20, o del Mercosur, no fue sólo Cristina la que vio en él una buena pantalla.
Cristina esperaba que su títere sirviera, además, para maniobrar a su favor en las múltiples acusaciones penales, pero Alberto no sólo no le sirvió sino que las acusaciones se empezaron a convertir en condenas. Esto afectó al kirchnerismo desde adentro, que vio a una Cristina falible e impotente. Una concatenación de fracasos que terminaron dando de lleno en su famoso relato. Alberto le aseguró al wokismo vernáculo que había combatido al patriarcado y declaraba su feminismo creando el primer Ministerio de la Mujer, mientras golpeaba a su esposa embarazada. El feminismo kirchnerista se arranca las vestiduras ahora por el perfil golpeador del expresidente, pero mientras gobernó fueron socios en el usufructo de cargos y fondos con la excusa del ‘género’. Esa conveniencia los llevó a hacer oídos sordos no sólo con Fabiola sino con las personas a las que Fernández había insultado, golpeado y maltratado abiertamente durante años. Fernández también malogró el ‘relato’ kirchnerista construido alrededor de los derechos humanos, cuando separó a familias, desapareció y torturó a personas en nombre de la covidracia y miró con desdén a un padre que tuvo que llevar a su hija moribunda en brazos para tratar de buscar una cura que Alberto le negó. Alberto fue la metáfora perfecta de las características morales del kirchnerismo.
Cuestión que este hombre menor, preso de sus vicios, de sus resentimientos y de sus frustraciones, vivió en un lugar al que no era esperable que llegara, y durante cuatro años contribuyó, con aportes significativos, al exterminio del kirchnerismo. Su regreso a la agenda pública con más y más evidencias de su existencia desgraciada afecta de lleno también al peronismo que presidió hasta este fin de semana y a una progresía que lo abrazó, como se abraza últimamente a cualquier cosa que flote. El escándalo tendrá daños colaterales en otros espacios. En España su íntima relación con las formaciones gobernantes como el PSOE y PODEMOS (o sus segundas marcas), en México con su fastuosa cercanía a López Obrador y a MORENA, en Bolivia siendo el protector del Evo ‘prófugo’, son sólo algunos ejemplos de que todo lo que tocó quedará irremediablemente manchado de su violencia, de su cinismo, de su pestilencia.
La denuncia de Fabiola Yáñez arrasa con lo que quedaba de la mascarada y lo muestra como el despojo de la politiquería que es, desnudando la hipocresía de todo el socialismo del siglo XXI. Alberto representa el ocaso de un relato progresista que hasta hace poco tiempo necesitaba cierta pátina de normalidad para validarse. Fue un embudo usado para que los moderados tragaran la basura woke y finalmente sirve para exponer la fantochada delincuente que siempre fueron. No sólo mata al relato kirchnerista, marca el fin de una forma política que empezó con este siglo y que hoy resulta insostenible. Porque los desencuentros de los líderes socialistas alrededor del fraude electoral venezolano, el desbordado antisemitismo de la izquierda woke, la censura rabiosa del laborismo británico o la decadencia senil que gobierna en nombre del partido demócrata estadounidense son signos concatenados del final del relato buenista. Hoy todos, como Alberto Fernández, se han quedado sin argumentos, todos están fuera de control.