Simón, la película que nos recuerda las atrocidades de la dictadura de Nicolás Maduro
Todos sufrimos la muerte de amigos allá en el 2014 o el 2017. Todos hemos sufrido el exilio, aún algunos sin haber emigrado, porque todas nuestras familias están rotas. El dolor no se ha disipado. Seguimos siendo víctimas y los victimarios siguen estando al poder.
Al terminar la película, durante la ronda de preguntas y respuestas, un joven de Valencia, la segunda ciudad de Venezuela, se puso de pie. Con la voz entrecortada, frente a más de 600 personas, contó: "A una amiga la mató la Guardia Nacional Bolivariana en el 2017. Su madre no soportó y se quitó la vida. En el aniversario de la muerte, su padre, ya viudo y sin hija, también se suicidó".
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Simón, la ópera prima del venezolano Diego Vicentini, es un esfuerzo, tremendamente bien hecho y relatado, de terapia colectiva. Es una película que duele, que arde y, luego, te acosa. Que no te deja en paz. Es la historia de un joven, otrora líder estudiantil, que sufrió la represión de la dictadura venezolana y ahora atraviesa el drama de asilarse en Estados Unidos. Pero hay mucho más allá de lo que parece. Es, en sus entrañas, una historia complejísima y difícil de digerir.
La vi hace un par de días y no he dejado de pensar en ella. Tengo que decir que la primera reflexión es que superó mis expectativas. La subestimaba, pensaba que iba a ser un esfuerzo panfletario por presentar, por enésima vez, lo que fueron las protestas del 2017 en Venezuela y la represión de entonces, que dejó más de 140 asesinados por la dictadura de Nicolás Maduro. Pero no. Simón no es como algo que ya hayamos visto. La película de Diego Vicentini es un acto pionero, no solo en el cine venezolano, sino en nuestra historia contemporánea —pionero y necesario.
Es la primera vez que alguien cuenta, como lo hizo Vicentini, una historia tan personal, tan humana, tan sensible y descarnada en el contexto de las manifestaciones antichavistas del 2017 o el 2014. Es muy personal, afortunadamente: no cae en el lugar común de, audiovisualmente, hablarnos sobre la situación política de Venezuela como si fuera algún spot político, que si Maduro, que si Chávez, el socialismo, la izquierda o la derecha. No. En Simón nada de eso importa. En Simón solo importan las emociones de quienes vivieron, y sufrieron, este episodio de represión y duelo en específico.
Tan personal pero, al mismo tiempo, tan universal. En gran parte gracias a que no se desprende de un ahínco panfletario. Como es tan humana, con Simón se puede identificar algún disidente nicaragüense, o chino o serbio. O un joven sirio, ucraniano o cubano que haya tenido que huir de su patria.
Es una película que duele porque, para sorpresa de muchos, aunque esto ocurrió hace tanto, las heridas siguen abiertas. Casi intactas, de hecho. No han cicatrizado. La carne está expuesta y Simón nos lo recuerda. Y está bien. Hacía falta alguien que lo hiciera.
Todos sufrimos la muerte de amigos allá en el 2014 o el 2017. Todos hemos sufrido el exilio, aún algunos sin haber emigrado, porque todas nuestras familias están rotas. El dolor no se ha disipado. Seguimos siendo víctimas y los victimarios siguen estando al poder.
Simón nos recuerda, a partir del encomiable logro narrativo de Vicentini, que nuestra historia es más compleja que el nocivo maniqueísmo al que algunos nos quieren someter. Es un juego (o, mejor dicho, un negocio) y está trancado. Parece que ya no hay qué hacer. Pero, aunque algunos han dicho que Simón es una obra derrotista, que nos recuerda que los malos ganaron, no tiene que ser vista así.
Simón es, también, un homenaje a la valentía y la dignidad, más cuando ha sobrado la cobardía y la fragilidad. Simón es un reconocimiento sensible a la lucha de millones, representada en historias individuales, cada una saturada por sus propios dramas. A la madre que le mataron al hijo de un disparo en la Francisco Fajardo. Aquel cuyo primo no sobrevivió a las torturas en las cárceles. Al joven que perdió a su hermano mayor, a su héroe, porque un día salió a manifestarse, armado con un escudo de cartón, y no llegó para la cena. Porque nos mataron, nos humillaron y nos torturaron. Y siguen ahí, matando y torturando. Y no podemos olvidarlo.
Simón no es derrotista. Al revés: da esperanzas. Porque solo hay esperanza si hay memoria. Y la memoria nos dice que aún hay una lucha que dar, no solo por recuperar nuestra libertad sino porque haya justicia. Porque los hijos de puta que tanto daño nos hicieron, paguen. Que las madres que aún lloran a sus hijos sepan que, algún día, habrá justicia. Que ese día llegará. Pero, mientras, toca el esfuerzo colectivo de recordar por qué nadie puede desistir. En ese sentido, Simón es obligatoria.
Probablemente pensamos que lo habíamos superado. Que el profundo dolor que sentimos durante aquellos días cuando el gas lacrimógeno nos arropaba y los casquillos de bala golpeaban el asfalto, había quedado atrás. Pero no. Vivimos con el duelo. Y también con la culpa, claro. Que al país no lo salvamos y que tanto dolor y tanta pérdida y tanta sangre y cárcel y tanto llanto no sirvió para nada. Es una deuda pendiente. Las heridas siguen abiertas y solo sanarán cuando nos abracemos, todos, desde donde sea, celebrando la libertad.