La actitud del Partido Socialista chileno hacia la democracia era en los 60 y 70 la misma que la del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Francisco Largo Caballero desde 1933: la democracia podía interesar como instrumento o puente hacia la dictadura del proletariado.

“Ya estamos viviendo un clima de terrorismo sostenido, de ambos bandos, al extremo de que desde aquí siento permanentemente el estallido de bombas”: esto le escribía a su madre el 29 de agosto de 1973 Jaime Guzmán, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Católica que sería unos años más tarde la eminencia gris de la Constitución de 1980, aprobada por referéndum bajo el Gobierno presidido por Pinochet (con un tercio de votos en contra, dato sorprendente en una dictadura: nunca se dio en las democracias populares), todavía en vigor (aunque muy reformada), y que sería asesinado por la extrema izquierda en 1991. Es sólo uno de los numerosos paralelismos entre el Chile de 1973 y la España de 1936. En diciembre, consumada la rebelión cívico-militar de la que ahora se cumplen cincuenta años, Guzmán escribiría: 

El 11 de septiembre, Chile ya no tenía ni institucionalidad verdadera ni democracia auténtica y vivía una virtual anarquía política, económica y social. Y es una ley inevitable que a la anarquía sucede siempre una dictadura. La única duda era si ésta iba a ser marxista o militar. 

El suicidio –que no asesinato– de Salvador Allende en un Palacio de la Moneda asediado por los militares se lo puso muy fácil a la izquierda internacional para fabricar un nuevo ídolo-mártir casi a la altura del Che Guevara. Ambos andaban a la par en convicción totalitaria. Víctor Farías, célebre por su exhumación de la etapa de servilismo hitleriano de Martin Heidegger, publicó en 2005 Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros “degenerados”, donde destapaba la militancia eugenésico-racista del Salvador Allende médico, tanto en su tesis doctoral Higiene mental y delincuencia (1933) como en el proyecto de ley presentado en 1941, ya como ministro de Salubridad del primer Gobierno del Frente Popular, que él mismo definió como “un trípode legislativo en defensa de la raza” y que sería rechazado por el Parlamento. Algunas perlas: “Los hebreos se caracterizan por determinadas formas de delito: estafa, falsedad, calumnia y, sobre todo, la usura”. “Los españoles y los italianos del sur son, por su permeabilidad al clima intenso, seres incapaces de conseguir un estatuto moral normal”. “Steinach, Lipschutz y Pézard han logrado curar a un homosexual injertándole trozos de testículos en el abdomen”. 

La actitud del Partido Socialista chileno hacia la democracia era en los 60 y 70 la misma que la del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Francisco Largo Caballero desde 1933: la democracia podía interesar como instrumento o puente hacia la dictadura del proletariado, no como fin en sí mismo. Las elecciones, dice el documento del XXII Congreso del Partido Socialista chileno (1967), “no conducen por sí mismas al poder. El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada”. Los viajes internacionales de Allende a finales de los 60 tuvieron por destino la URSS, Corea del Norte, Vietnam del Norte y Cuba. La plataforma electoral que le iba a permitir alcanzar la presidencia en 1970 –tras haber sido derrotado en tres ocasiones anteriores– fue la Unidad Popular, que coaligaba al Partido Socialista con el Partido Comunista, el Partido Radical, el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y otros grupos de ultraizquierda. Allende sólo obtuvo un 36% de los votos, pero se vio beneficiado por la división de la derecha y el centro entre los candidatos Jorge Alessandri (Partido Nacional, 35%) y Radomiro Tomic (Democracia Cristiana, 28%). 

Establecido en el poder, Allende no engaña a nadie: su objetivo es sustituir el “Estado burgués” por el “poder popular”. El primer paso es una reforma agraria radical, más la nacionalización de la banca, de las principales industrias y de la minería del cobre (las empresas mineras norteamericanas Anaconda y Kennecott no recibirían indemnización, alegando el Gobierno las “utilidades [beneficios] excesivas” percibidas en las décadas anteriores). En la célebre entrevista concedida en 1971 a Régis Debray Allende lo explicaba así, tras haber confesado su admiración por la Cuba de Castro (que en noviembre se pasea durante un mes por todo Chile dando mítines, como en territorio conquistado): 

Enseguida hemos golpeado duro a la reacción. Insistentemente. Reciben un golpe y no se reponen, y les damos otro. Por ejemplo, la reforma constitucional para nacionalizar el cobre; ¡imagínate tú la creación del Consejo Nacional Campesino, la expropiación en Concepción de una empresa textil importante, la nacionalización del acero, la nacionalización del carbón, el proyecto de nacionalización de los bancos! Bueno, Régis, ¿estamos o no estamos buscando el camino que conduce al socialismo? 

Además de las nacionalizaciones, el Gobierno de Unidad Popular elevó fuertemente los salarios por decreto y topó los precios de los productos básicos, financiando todo ello con la impresión de billetes. El resultado fue el mismo que han tenido estas medidas desde hace siglos: la hiperinflación (que en 1973 llegaría a superar el 600%, haciendo que los salarios reales, pese a su crecimiento nominal, cayesen un 38%) y la consiguiente destrucción del ahorro. En noviembre de 1971, Chile declaró una moratoria unilateral del servicio de su deuda pública; los bancos cortaron el crédito, se hundió el comercio exterior, las tiendas se vaciaban. 

Junto a la destrucción de la economía, el socavamiento del Estado de Derecho a través de la creación de un “poder popular” paralelo que incluía no sólo escuadras de campesinos y obreros que incautaban fincas y fábricas, sino también la instrucción de milicias de ultraizquierda por asesores extranjeros (cubanos, checos y de Alemania oriental); el propio Allende se rodeó de una guardia de corps guerrillera, la GAP (Guardia Armada Personal), que le defendió el 11 de septiembre de 1973 produciendo 17 bajas entre los militares sitiadores. 

El ejecutivo de Unidad Popular fue denunciado y conminado a la dimisión por los otros poderes del Estado, el Judicial y el Legislativo. La Corte Suprema protestó el 26 de mayo de 1973 por la intervención de los intendentes, dependientes del Gobierno, que impedían a las fuerzas de orden público recuperar las fábricas ilegalmente ocupadas por sóviets: “Esta Corte Suprema debe representar [reprender] a V.E. por enésima vez la actitud ilegal de la autoridad administrativa en la ilícita intromisión en asuntos judiciales […] lo que significa, no ya una crisis del estado de derecho, como se le representó a V.E. en el oficio anterior, sino una perentoria o inminente quiebra de la juridicidad del país”. Y de nuevo el 26 de junio: “Las atribuciones del poder judicial están siendo desconocidas por V.E.”. El 8 de julio de 1973, Eduardo Frei, presidente del Senado, y Luis Pareto, presidente de la Cámara de Diputados, dirigen una carta abierta al presidente de la República: se le acusa de destruir la economía nacional, de “vilipendiar con lenguaje procaz a los otros poderes públicos, como la Magistratura, la Contraloría y el Congreso Nacional”; se denuncia la preparación de una guerra civil: “Existe la certeza de que se reparten armas, y se adoptan disposiciones estratégicas y se lanzan instructivos como si Chile estuviera al borde de una guerra interior […] Esto significa de hecho crear un Ejército paralelo, en el cual están interviniendo numerosos extranjeros, lo que resulta a todas luces intolerable. El llamado Poder Popular no es el pueblo de Chile. Son grupos políticos que se autocalifican como el pueblo y que pretenden someter por la fuerza a otros trabajadores sin titubear ante ningún medio para conseguirlo”. Finalmente, la Cámara de Diputados aprueba el 22 de agosto de 1973 un Acuerdo demoledor que afirmaba, entre otras cosas: 

El Gobierno no ha incurrido en violaciones aisladas de la Constitución y de la ley, sino que ha hecho de ellas un sistema permanente de conducta, llegando a los extremos de desconocer y atropellar sistemáticamente las atribuciones de los demás Poderes del Estado, de violar habitualmente las garantías que la Constitución asegura a todos los habitantes de la República, y de permitir y amparar la creación de poderes paralelos, ilegítimos, que constituyen gravísimo peligro para la nación: con todo lo cual ha destruido elementos esenciales de la institucionalidad y del Estado de Derecho.

Así pues, la democracia chilena estaba en el verano de 1973 tan demolida por dentro como la española en la primavera de 1936. Sobrevino un golpe militar, apoyado allí como aquí por la mitad del espectro político: la derecha y el centro, Democracia Cristiana incluida, y hasta la Izquierda Radical de Luis Bossay, escindida de la Unidad Popular. Patricio Aylwin, primer presidente tras el restablecimiento de la democracia en 1990, emprendió en 1973 una gira por Europa para explicar el golpe, incluyendo una célebre entrevista en Televisión Española (TVE). El expresidente democristiano Eduardo Frei escribió una carta al presidente de la Internacional Demócrata-Cristiana, el italiano Mariano Rumor: 

A nuestro juicio la responsabilidad íntegra de esta situación corresponde al régimen de la Unidad Popular instaurado en el país […] Hombres conocidos en el continente por sus actividades guerrilleras eran de inmediato ocupados en Chile con cargos en la Administración, pero dedicaban su tiempo al adiestramiento paramilitar e instalaban escuelas de guerrillas.  

Y sí, tanto en la rebelión cívico-militar española de 1936 como en la chilena de 1973 se cometieron crímenes execrables: en el caso chileno, unos 3.200 asesinatos entre 1973 y 1990 (el 60% entre septiembre y diciembre de 1973; también cayeron 84 militares y policías en ese periodo, lo que confirma que la izquierda estaba armada), según resultó de las investigaciones emprendidas tras el retorno de la democracia.  

A diferencia del régimen de Franco, el de Pinochet siempre tuvo conciencia de su carácter provisional y de emergencia. Jaime Guzmán lo explicaba así en una entrevista de 1974: 

Se trata de crear una nueva institucionalidad que, mejor adaptada a los tiempos actuales, asegure los valores permanentes que el régimen libertario [sic] occidental encierra. De ahí que uno de los primeros actos del actual Gobierno haya sido nombrar una comisión de destacados juristas y profesores de Derecho para preparar un anteproyecto de nueva Constitución Política, sobre la cual el pueblo habrá de pronunciarse […] Por otro lado, resulta evidente que un país económicamente en ruinas y colocado en una situación objetiva de guerra civil, con grupos armados ilegítimos formados por extremistas, no puede restablecer su convivencia democrática en plazo breve. 

Que se trataba de restablecer el núcleo “libertario” de la civilización occidental no era una afirmación retórica de Guzmán: Pinochet encomendó a economistas chilenos formados en la Escuela de Chicago (Milton Friedman) un plan de saneamiento que la gente llamó “el Ladrillazo”. Los resultados fueron notables, poniendo las bases del despegue económico que convirtió a Chile en el país más próspero de Hispanoamérica (el PIB per cápita pasó de 1.632 dólares en 1973 a 15.833 en 2013: desde entonces se ha interrumpido el crecimiento): el gasto público bajó del 32 al 22% del PIB; la inflación del 606% de 1973 había sido reducida en 1990 a un 22% anual; se creó un Banco Central realmente independiente; se adoptó un sistema de capitalización para las pensiones de jubilación. En lo político, la Constitución de 1980 preparó el terreno para el restablecimiento de la democracia, además de defender la vida explícitamente desde la concepción a la muerte natural, afirmar el principio de subsidiariedad (el Estado no debe asumir lo que puedan resolver por sí mismas la familia, el mercado y la sociedad civil) y declarar a la familia núcleo fundamental de la sociedad. 

Como en los casos de Corea del Sur, Singapur, Portugal o España, el caso chileno demostró que las dictaduras de derechas no pueden ser totalitarias (sí autoritarias) porque, al liberalizar la economía y robustecer cuerpos intermedios como la familia, excluyen del control estatal buena parte de la vida social. Y son provisionales porque el crecimiento material propiciado por el libre mercado conduce a una sociedad que tarde o temprano exige democracia. 

Sí, en Chile se abrieron “las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre”. Se hizo de la mano del capitalismo y del Estado limitado. El rechazo del proyecto de Constitución bolivariana en el referéndum de 2022 permite conservar la esperanza de que sigan abiertas.