Luchar para salvar a Estados Unidos del tipo de declive y caída que la izquierda interseccional pretende infligirle es de vital importancia.

Tres años después de los devastadores confinamientos del covid y de los disturbios estivales de Black Lives Matter, es difícil ser optimista sobre Estados Unidos.

EEUU se ha visto sacudido hasta los cimientos por el asalto ideológico de un influyente movimiento encabezado por los principales medios periodísticos e instituciones académicas del país, que han deconstruido y difamado su narrativa fundacional y a sus héroes. América vive desgarrada por un sectarismo que se ha intensificado hasta el punto de que en los dos partidos mayoritarios hay quien da por sentado que el líder rival debe ser encarcelado. En el exterior, ya no es respetada ni temida, y parece estar en trance de ser suplantada como primera potencia económica y militar del mundo por un régimen chino que rechaza todo lo que representan sus ideales.

Por si fuera poco, el virus del antisemitismo, que nunca ha estado del todo ausente en estas costas, está ganando cada vez más terreno en los ámbitos cultural y político. Así pues, no es de extrañar que algunos empiecen a preguntarse en voz alta si los fundamentos del excepcionalismo americano siguen siendo válidos. Los estadounidenses siempre han defendido la idea de que su país es un experimento único de democracia y gobierno republicano. Los ideales y la cultura política de EEUU, así como su capacidad para asimilar a inmigrantes que no compartían los orígenes anglo-escoceses-irlandeses de los fundadores, habían creado algo diferente. Y se pensaba, con razón, que esas diferencias lo habían hecho invulnerable a las fuerzas tóxicas que, por ejemplo, arrastraron a la civilización europea a la barbarie en el siglo XX.

Un movimiento que desprecia la América que tradicionalmente se celebra el 4 de Julio la considera no tanto como lo que Abraham Lincoln llamó "la última y mejor esperanza de la Tierra", sino como un empeño fundamentalmente reaccionario que debe rehacerse a imagen de la ideología antirracista arraigada en los mitos interseccionales y de la teoría crítica de la raza. Esta guerra ideológica contra Occidente ha producido algo parecido a una nueva religión secular que ve a Estados Unidos como funcional al privilegio blanco e irremediablemente racista, al tiempo que pretende dinamitar los códigos sobre cualquier otra forma de pensar en la existencia humana, incluidos el matrimonio, el sexo y el género.

Esta guerra ideológica contra Occidente ha producido algo parecido a una nueva religión secular que ve a Estados Unidos como funcional al privilegio blanco e irremediablemente racista, al tiempo que pretende dinamitar los códigos sobre cualquier otra forma de pensar en la existencia humana.

Si esa guerra tiene éxito –y hasta el estudio más somero de la cultura popular y el discurso político parece indicar que eso es lo que está ocurriendo–, las consecuencias serán incalculables para todos los estadounidenses, pero especialmente para los judíos.

La noción del excepcionalismo contribuyó a conformar las ideas de los judíos estadounidenses sobre su propio lugar en el mundo. En el siglo XIX, el judaísmo reformista norteamericano surgió como movimiento no sólo por rechazo a la ortodoxia, también porque muchos de sus adeptos creían verdaderamente que habían encontrado una nueva Sión en este continente. Eso llevó a muchos (aunque no a todos, ni mucho menos) a rechazar las ideas tradicionales sobre la importancia de la tierra de Israel y de pensar en los judíos como pueblo, y a creer que la defensa de las ideas americanas era esencial para la seguridad judía.

Se equivocaron en lo primero, pero acertaron en lo segundo.

A lo largo de la centuria pasada, los estadounidenses dieron por sentado que vivían en su siglo. Fue una época marcada por el triunfo de EEUU en dos guerras mundiales y en una fría que dejó a algunos de ellos pensando que la Historia –o al menos nuestra forma convencional de concebirla– había llegado a su fin con la victoria total de su modo de vida tras el colapso de la Unión Soviética. El componente judío de esta mentalidad fue admirablemente resumido por Norman Podhoretz en sus memorias, My Love Affair With America, publicadas en el año 2000. Su relato de las bendiciones que este país había derramado sobre un hijo de inmigrantes dejaba claro que, lejos de ser una amenaza para una minoría religiosa como la judía, el nacionalismo estadounidense era su salvación.

Los judíos no sólo se sentían como en casa en Estados Unidos, como nunca lo habían estado en ninguna otra estación de su Diáspora a lo largo de los dos últimos milenios. Habían sido acogidos y luego aceptados en prácticamente todos los sectores de la sociedad, no mediante el sufrimiento ni por la benevolencia de un monarca sino como iguales, con los mismos derechos que los demás ciudadanos. Por si fuera poco, los estadounidenses –el pueblo más religioso del mundo desarrollado– también apoyaban de forma única el nacionalismo y la autodeterminación judíos, lo que les llevó a apoyar el sionismo y el Estado de Israel y a forjar una alianza arraigada tanto en valores como en los intereses nacionales.

A finales del siglo XX, Podhoretz vio con razón que una América fuerte que creyera en sí misma y en sus ideales fundacionales era esencial para la preservación de la vida judía tanto en Estados Unidos como en el Estado judío.

Pero el problema en 2023 es que la América que generó este idilio con los judíos es claramente incompatible con la que pretende poner en pie el asalto contemporáneo a los ideales de la República americana. El intento de sustituirlos por un credo izquierdista que desprecia a los Fundadores e impone concepciones retorcidas sobre la raza, en lugar de los derechos del individuo, como fuerza rectora de la legislación y la gobernanza es una amenaza para todos. También pone en peligro el excepcionalismo que durante tanto tiempo ha protegido y permitido prosperar a los judíos.

Por eso es tan desalentador ver a quienes dicen hablar en nombre de los judíos seguir las tendencias de moda en la izquierda que están alimentando esta guerra contra la tradición estadounidense. Los fracasados líderes de los grupos judíos dominantes pretenden que sus aliados progresistas que suscriben las patrañas interseccionales sobre Israel y los judíos como beneficiarios del privilegio blanco no son amenazas potentes para la vida judía en este país e Israel, mientras se unen a ellos en los intentos de demonizar a los estadounidenses que tratan de oponerse a la transformación de su país a manos de la izquierda neomarxista.

Dadas las victorias que los progresistas han logrado al imponer sus programas de adoctrinamiento en las escuelas, los medios de comunicación, las empresas y el Gobierno, el excepcionalismo americano ya no puede darse por sentado.

Es igualmente preocupante que incluso algunos judíos de derechas desdeñen los temas de la llamada guerra cultural, prefiriendo concentrar sus esfuerzos en reforzar la seguridad nacional o en la defensa de la economía de libre mercado. Ambas son preocupaciones importantes, pero la principal amenaza para la libertad en EEUU no viene de ahí. No hay que buscarla en opositores extranjeros, aunque todavía existan, sino en fuerzas nacionales que han conseguido apropiarse de las instituciones educativas, la cultura popular, las empresas y el Gobierno para imponer el catecismo woke antirracista DEI (diversidad, equidad e inclusión), al que los judíos deberían resistirse con todas sus fuerzas.

Dadas las victorias que los progresistas han logrado al imponer sus programas de adoctrinamiento en las escuelas, los medios de comunicación, las empresas y el Gobierno, el excepcionalismo americano ya no puede darse por sentado. Lamentablemente, la mayoría de esas victorias se lograron sin apenas oposición, ya que la mayoría de los ciudadanos han tardado en darse cuenta de lo que está en juego. Pero cuando la gente corriente –independientemente de su filiación política, etnia o fe– decide plantar cara a los totalitarios woke, a menudo demuestra que luchar por los valores americanos no es una causa perdida, sino que aún se puede contar para ello con el apoyo de la mayoría de la ciudadanía.

Ninguna nación o civilización es inmortal, y gran parte de lo que los estadounidenses han vivido en los últimos años resultará familiar a quienes hayan leído la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbons. Sin embargo, 247 años después de su fundación, la República americana dista mucho de estar muerta. Incluso aquellos judíos que apoyan con razón el sionismo y consideran el Estado de Israel como un refugio seguro para su pueblo que debe ser preservado a toda costa deben comprender que luchar para salvar a Estados Unidos del tipo de caída que la izquierda interseccional pretende infligirle es de vital importancia.

Aunque tan imperfecta como cualquier otra creación humana, y a veces dirigida por necios e incompetentes, la República que nació el 4 de julio de 1776 ha sido desde entonces una fuerza poderosa e insustituible para el bien. En lugar de ser derribada y reimaginada por los cínicos ideólogos progresistas y sus engañados seguidores, debe ser amada y defendida como fuente de libertad, tanto hoy como en el pasado. Este 4 de Julio, los judíos de todo el mundo deberían hacer una pausa para reconocer una deuda colectiva con esta gran nación y decidirse a no dejarla caer sin luchar.

© JNS