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El auténtico asalto a la democracia israelí

En realidad, el fin de la democracia no pende de la decisión del Gobierno en Jerusalén, sino de la actitud de los propios opositores.

Benjamin Netanyahu, presidente de Israel. Imagen de archivo.

(Benjamín Netanyahu / Cordon Press)

Los opositores a la reforma judicial propuesta por el gobierno de Benjamin Netanyahu han generado una imagen apocalíptica sobre "el fin de la democracia" en Israel si la reforma se llevara a cabo. Pero, en realidad, el fin de la democracia no pende de la decisión del gobierno en Jerusalén, sino de la actitud de los propios opositores que, por querer deslegitimar un gobierno conservador y religioso, se han alineado con una judicatura que desde hace décadas se ha autoatribuido la potestad suprema de decidir no ya lo que es legal o no, sino lo que es políticamente razonable o no según sus gustos y criterios.

Si hay algo que se le pueda criticar a Netanyahu no es su voluntad de reformar el sistema de elección de los jueces del alto tribunal israelí y de equilibrar, así, el juego institucional entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, sino no haber visto que la izquierda israelí que le odia, junto con líderes internacionales que le desprecian, como es el caso de la actual administración americana que quisiera verle fuera del poder, están dispuestos a saltarse todas las reglas escritas y no escritas, incluyendo llamamientos a la violencia y a la deserción, antes que aceptar su victoria y su capacidad para formar el gobierno más estable de los últimos años.

La reforma propuesta

La narrativa de la oposición israelí consiste, básicamente, en denunciar la propuesta del gobierno porque a) acabaría con la separación de poderes; y b) está inspirada para salvar al primer ministro de sus causas judiciales pendientes. Pero nada más lejano a la realidad.

La verdad es que, desde finales de los años 70, cuando se rompe el monopolio de la izquierda en el poder, los magistrados de la Corte Suprema, y muy en especial su presidente Aaron Barak, comienzan a desarrollar una doctrina por la que, en ausencia de una Constitución (y hay que recordar que Israel no cuenta con un texto constitucional sino con varias leyes "básicas"), serán los jueces quienes interpreten qué actos políticos y administrativos se ajustan a la ley, según su propia interpretación. Es más, esta superioridad moral y legal también se concede a los asesores legales de los miembros del gobierno, quienes pueden negarse a validar medidas policiales aprobadas por los ministros o el gobierno en pleno.

Sin un marco constitucional sobre el que basarse y habida cuenta de la creciente politización de los jueces, podría decirse que la democracia israelí ha sido paulatinamente cercenada por los jueces hasta convertirse en una "juristocracia", sistema en el que son los jueces de manera autónoma quienes aprueban o desaprueban las leyes por encima del legislativo y, por lo tanto, de la soberanía popular.

El caso más flagrante y que ha servido de detonante de la reforma fue la decisión de la Corte Suprema de obligar a cesar al nuevo ministro de Interior y Sanidad, líder del partido religioso Shas, Arieh Deri, porque "no era razonable" desempeñar ese cargo tras haber llegado a un acuerdo con la fiscalía años antes por el cual se retiraban las acusaciones contra él por evasión fiscal si renunciaba a ejercer cargo público alguno. Hay que decir que el alto tribunal no vio impedimentos en que Deri se presentara a las elecciones y fuese elegido para la Asamblea Nacional, la Knesset. Pero sí que rechazase que pudiera servir como ministro, algo que se interpretó enseguida como la apertura de hostilidades contra el recién formado Gobierno de coalición por su acento conservador y sus elementos religiosos. O sea, nada de razones jurídicas sino más bien preferencias políticas.

La propuesta de reforma se centra en equilibrar, no en dominar, el sistema de elección de los magistrados, actualmente en manos de un comité donde la judicatura cuenta con una mayoría (tres miembros de la corte suprema y dos miembros de la judicatura) y la capacidad de veto de cualquier propuesta que, para salir adelante, debe contar con 7 de los nueve votos de los integrantes del comité. Lo que propone el gobierno es que los dos miembros de la judicatura pasen a ser designados por el ministro de Justicia, quedando los otro cuatro en manos del Parlamento.

Igualmente, la reforma prevé que en caso de confrontación entre el parlamento y la Corte Suprema por una ley, ésta pueda volver al Parlamento y ser aprobada por una mayoría aún contra el criterio de la Corte, tras una segunda lectura y votación. El Gobierno se basa en la superioridad del legislativo por ser un órgano electivo y que representa la voluntad popular.

El hecho de que la reforma del sistema judicial fuese un planteamiento bastante generalizado antes de las elecciones, a izquierda, centro y derecha, pero que se haya convertido en un arma arrojadiza sólo después de la victoria de Netanyahu, pone de relieve la naturaleza política y no jurídica del rechazo al Gobierno.

La democracia en peligro

Tras semanas de manifestaciones masivas en contra del Gobierno y ante la pasividad de los partidarios de la reforma, sólo movilizados en los últimos días, el primer ministro anunció a comienzos de esta misma semana que paralizaría la tramitación parlamentaria de la reforma hasta el próximo periodo de sesiones (mayo) para dar tiempo a un diálogo en la búsqueda de un acuerdo nacional sobre el asunto.

Por su parte, el presidente de Israel, el laborista Isaac Herzog, llevaba semanas elaborando una propuesta de negociación que también llamaba a la paralización de la nueva ley en contra del criterio del ministro de Justicia y del presidente del Parlamento.

La decisión de Netanyahu es, sin duda, un gesto para la moderación, algo que en los últimos meses ha desaparecido por completo del panorama político israelí, donde hay quienes ya veían una guerra civil en ciernes y que ha dado como resultado cosas tan insólitas como dos primeros ministros, Ehud Barak y Ehud Olmert, ambos feroces enemigos personales de Netanyahu, llamando a la desobediencia civil, la resistencia violenta y al rechazo de cualquier compromiso o que parte de los reservistas del ejército manifieste su intención de no acudir a sus puestos en una abierta y flagrante insubordinación, justo en un país donde los amigos escasean.

No se puede dudar de que Netanyahu ha dado sobradas pruebas en el pasado de ser un maestro político, pero sería ingenuo pensar que la oposición no va a tomarse la paralización del trámite parlamentario de la reforma como una victoria sobre el Gobierno. Al fin y al cabo, el mismo Netanyahu había cesado un día antes de anunciar dicha paralización a su ministro de Defensa por proponer exactamente eso, posponer su aprobación en aras de forjar un consenso nacional.

Es más, si la oposición no estaba tan preocupada por la independencia del poder judicial, al que siempre ha controlado, sino por la deslegitimación del nuevo Gobierno, parece poco probable que esta pausa llegue a calmar sus ánimos. Tal vez despojándoles de su coartada y exponiendo que lo que en realidad persiguen es derrocar al gobierno conservador, muchos de los manifestantes que han salido a la calle realmente creyendo que era el fin de la separación de poderes, abandonen ahora a quienes han estado impulsando la resistencia a Netanyahu. Pero es una apuesta arriesgada.

En cualquier caso, si la democracia se condensa en las elecciones, la soberanía popular representada en el Parlamento y un Gobierno salido de una mayoría parlamentaria, la calle se ha llevado todo eso por delante en un golpe blando a base de gritos, acoso y desobediencia.

La seguridad de Israel

La polarización nunca es buena. Y aún menos para una pequeña nación rodeada de enemigos, algunos de los cuales, como Irán, no descansa en su ambición de borrar a Israel del mapa.

La actual división de Israel, alimentada desde la izquierda y arropada por la administración Biden, sólo puede ser interpretada como una muestra de debilidad por sus enemigos. En el caso de Irán no podrían estar más contentos los ayatolás que con un Gobierno en el que no estuviera Bibi Netanyahu, de quien saben que sería capaz de ordenar un ataque contra sus instalaciones nucleares. No podemos olvidar que durante 2021 y 2022 Irán aceleró notablemente todos los elementos de su programa atómico, porque no temían ni a Biden en la Casa Blanca ni a Lapid en Jerusalén. Es un hecho constatado por la Agencia Internacional de la Energía Atómica.

Y eso seas quizás los más grave: el frente anti-Bibi se ha mostrado dispuesto a arriesgar la seguridad de su país si con ello lograban que Netanyahu fracasara como jefe de Gobierno. También les ha dado igual sembrar el pánico entre los inversores extranjeros, tan necesarios para la economía israelí.

Si Israel finalmente queda a merced de los altos magistrados y de los manifestantes, no es que se haya quebrado el buen funcionamiento de las instituciones profundamente democráticas israelíes, sino que se habrá alimentado el odio a Israel, esté quien esté en el Gobierno. Sus enemigos no sólo acechan, sino que sabrán explotar cualquier debilidad en su provecho. Alimentar la mentira de que la reforma judicial es el fin de la democracia, por ejemplo, impulsará todo tipo de querellas en la Corte penal Internacional, hasta ahora evitadas porque el sistema judicial israelí contaba con todas las garantías democráticas. Cuando se niega la mayor, todo lo demás cae por su peso. Pero eso, a los anti-Bibi poco parece importarles.

No es la reforma judicial lo que está en juego. Es mucho más. La legitimidad, el bienestar y la seguridad de todos los israelíes. Y eso es lo que los críticos con la reforma están poniendo verdaderamente en peligro no porque sean críticos, sino por la forma en cómo se comportan y su reiterada negativa a buscar un compromiso.

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