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¿Dónde se esconde el próximo Fort Sumter?

Las dos partes en que se divide la nación se odian y toda esa ira va a ir a alguna parte, está buscando una válvula de escape. Y aquí es donde entran a jugar las últimas convulsas semanas, presagiadas por los últimos convulsos años de la cotidianeidad norteamericana.

Biden en serios apuros: Trump está empatando en Virginia, un estado que vota candidatos demócratas desde 2008

Montaje de fotos de Joe Biden y Donald Trump. (AFP)

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El ataque a Fort Sumter marcó el comienzo oficial de la Guerra Civil estadounidense, fue el acto sin vuelta atrás, el que abrió una guerra civil inevitable. La campaña electoral del país más poderoso del mundo parece ser un escenario preparado para que un nuevo Fort Sumter aparezca. O quizás ya apareció y es la reciente condena del expresidente en los tribunales de Nueva York. A partir de ese momento, cualquiera que sea el resultado electoral, Estados Unidos pierde. O entrona a Trump, un presidente con antecedentes penales, o entrona a lo que queda de Biden y triunfa el ala delirantemente radical de los demócratas y la polarización de EEUU se desmadra. Aquellos que piensan que en esta elección y con estos candidatos se puede restaurar algún tipo de normalidad se engañan. El conflicto se puede resumir en que las dos partes en que se divide la nación se odian y toda esa ira va a ir a alguna parte, buscando una válvula de escape. Y aquí es donde entran las últimas convulsas semanas, presagiadas por los últimos convulsos años de la cotidianeidad norteamericana.

Resulta indiscutible que los demócratas intentarán evitar a cualquier costo que Trump llegue a la Casa Blanca. Y podrían tener éxito, los republicanos han hecho poco para contrarrestar sus trampas, están jugando a un juego que no entienden, mientras la izquierda nunca teme empujar a una guerra civil. Se siente cómoda con los disturbios, el caos y la violencia porque es lo que permite usurpar derechos en nombre de la seguridad y la democracia, imponiendo un totalitarismo soft de censura y control “por el bien común”.

La guerra declarada contra Donald Trump hace que los republicanos ya no puedan confiar en sus tribunales. Lo cierto es que Trump estuvo condenado desde que lanzó su primera campaña para presidente, diciendo, a su tosco modo, que el sistema trabajaba para sí mismo y no para los ciudadanos, simplemente eso. Pero el odio que levantó esta simple afirmación, ha sido tan generalizado y exagerado que ahora cualquier cosa es un polvorín. A comienzos de este siglo los niveles actuales de polarización eran difíciles de imaginar, pero en algún momento de los últimos diez años, las normas de convivencia desaparecieron y la política se convirtió en un asunto de todo o nada en el que cualquier victoria del otro lado se considera una hecatombe.

Desde la condena a Trump, en Estados Unidos el concepto de juicio justo ha adquirido un significado distorsionado, donde los agentes institucionales acusan y juzgan a los oponentes y el juicio es un lugar donde los disidentes políticos reciben castigos por no estar de acuerdo con el régimen. El proceso está subordinado al resultado, una actitud que, al final, es incompatible con la democracia liberal. Los juicios contra Trump son un vívido recordatorio de que, bajo el control demócrata, las instituciones que protegen al sistema de vida soñado por los padres fundadores pueden hacer lo contrario de lo que se supone que deben hacer. La burocracia norteamericana no sirve al pueblo, lo somete como un organismo enfocado a su autopreservación, irracional y desconectado.

Los demócratas quieren politizar aún más el sistema legal de Estados Unidos. Han estado trabajando duro durante décadas para politizar cada rincón de la sociedad estadounidense, desde las escuelas públicas y la educación superior hasta los medios de comunicación y las leyes que regulan las elecciones. Pero la jurisprudencia politizada persigue un objetivo en sí misma y es la razón por la que quieren que los tribunales se administren enteramente de acuerdo con sus preferencias ideológicas. La república estadounidense está decayendo y los preceptos sobre los que se fundó están cediendo uno a uno. Estados Unidos se está convirtiendo en una república bananera donde los expresidentes pueden ser encarcelados por sus sucesores. El problema no es sólo que el sistema legal esté siendo politizado; sino que una mitad del pueblo estadounidense aplaude ese proceso cada vez que se vuelve contra sus oponentes. Quizás sea el tribalismo woke que ha crecido sin control, pero cualquiera que sea la causa, el efecto está a plena vista: los estadounidenses han perdido interés en las instituciones que hicieron grande y libre a su país.

Por eso, sin estar seguros de poder vencerlo en las urnas, los demócratas recurrieron a los tribunales para atacar al adversario, yendo contra todos los aspectos de su vida, que no lo hacen virtuoso, pero ciertamente no un delincuente. Atacan desde el sexo hasta los negocios y su incompetente manejo del papeleo. Los expertos legales dicen que es muy poco probable que la sentencia, que se dictará en pocas semanas, incluya prisión. Pero si el objetivo es impedir que Trump cumpla otro mandato completo, y dado lo fácil que fue condenarlo en Nueva York por cargos tan tontos, nada se puede descartar y en adelante veremos este peligro legal que será agresivo y continuo.

Paralelamente, en pocos meses, los estadounidenses han sido testigos de una manifestación masiva de apoyo al terrorismo en los campus universitarios, turbas que ocuparon escuelas con campamentos, establecieron zonas autónomas, se enfrentaron con la policía, acosaron y amenazaron a judíos y emitieron demandas delirantes. Las protestas han sido una argamasa incoherente de wokismo universitario, islamismo incondicional y nacionalismo árabe, y anarquismo y comunismo revolucionario. El factor común es la oposición a Israel y a Estados Unidos.

Hoy hay terroristas islamistas escondidos en las ciudades y simpatizantes de terroristas vandalizando campus universitarios y oficinas de gobierno. Los cárteles de la droga operan en todos los 50 estados sin que nada detenga su crecimiento, porque las instituciones están ocupadas con el dogma ESG y no con su misión original. Una gran parte del público estadounidense ha sido condicionado a odiar y está dispuesto a quemar empresas, atacar a las fuerzas de seguridad, perseguir a los opositores y a cancelarlos, y establecer la anarquía a la menor pulsión emocional. Esta turba idiotizada y suicida, sólo espera un incentivo para desatar la violencia.

El indicador de que las protestas son un arma de desestabilización y no son espontáneas es su sorprendente parecido con las anteriores. Por ejemplo la creación de zonas autónomas, las tácticas de vestimenta, cubriéndose la cara y vistiéndose iguales para promover el anonimato, las técnicas para interferir con los arrestos de la policía. Todas estas tácticas requieren cierto grado de instrucción y entrenamiento a cargo de consultores de protestas. Todos estos grupos trabajan juntos para lograr un objetivo compartido. Pero los estudiantes no son la única facción odiadora. Como en las protestas de Black Lives Matter, los matones Antifa y otras turbas profesionales, se trata de una extensa red de agitadores, en gran medida descentralizada, apoyada política y financieramente por una vasta red de activistas progresistas, organizaciones sin fines de lucro, ONG, fundaciones respaldadas mayormente por grandes donantes alineados con el Partido Demócrata. Esta no es la primera vez que elementos del establishment progresista han prestado apoyo financiero y cobertura política al caos. Muchas de las mismas organizaciones filantrópicas han financiado en gran medida a manifestantes de “acción directa”. Pero esta es la primera vez que agitan la calle con un presidente que les es afín, lo que refleja una lucha de poder dentro del Partido Demócrata, entre el ala radicalizada contra lo que queda del menguante antiguo establishment. El mensaje es evidente: así somos ahora.

Y aquí es donde se juntan las piezas que quedaban sueltas del rompecabezas. Por eso el radicalizado ecosistema progresista ruge histérico con la recuperación de rehenes o con los avances israelíes en la contraofensiva en Gaza. Una victoria israelí contra Irán, en la guerra proxy que los ayatolás comenzaron para sostener su statu quo regional, sería contrario al proyecto (disimulado pero no del todo) de realineamiento con Irán del ala más corrosiva del Partido Demócrata. Ese realineamiento que requirió sembrar en el público estadounidense el neo antisemitismo woke, en las narices impotentes del resto del arco político norteamericano. A conciencia o no, Trump interrumpió ese plan, los tomó desprevenidos, pero los arquitectos de este proyecto no pueden permitirse que eso ocurra de nuevo.

Estados Unidos tiene a flor de piel la posibilidad de un próximo Fort Sumter. La condena de Trump no sólo ha polarizado aún más al país, sino que también ha revelado la fragilidad de sus instituciones. Cualquiera de los eventos actuales puede convertirse en el punto de no retorno, si es que no ocurrió ya.

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