La política del presidente de apaciguar a Irán ayudó a hacer posibles las atrocidades del 7 de octubre. El mandatario, sin embargo, dijo lo correcto en su primera declaración. ¿Qué hará cuando proceda el contraataque?

El presidente Joe Biden pasó su primera prueba desde que Hamás lanzó su guerra contra Israel. Los terroristas se vieron fortalecidos por su política de apaciguar a Irán mediante el pago de miles de millones de dólares en rescates y el intento de cerrar otro frágil acuerdo nuclear. Y su insistencia en tratar de forzar la cuestión palestina en las negociaciones entre Israel y Arabia Saudita le dio a Hamás lo que, obviamente, entendieron como una oportunidad para lanzar un ataque que les reportaría a ellos y a su causa algún beneficio político.

Pero, cuando él y el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, salieron y se enfrentaron a las cámaras en la Casa Blanca la tarde del primer día del conflicto, lo que dijo debería haber satisfecho incluso al más ferviente partidario de Israel.

Esa no fue una declaración proforma sobre la reafirmación de la alianza entre los dos países. Su caracterización de los ataques terroristas fue acertada. A diferencia de los principales medios estadounidenses, se refirió a ello como “terrorismo” y calificó las acciones de “desmedidas”. Cuando dijo: “Israel tiene derecho a defenderse a sí mismo y a su pueblo. Punto final”, eso era exactamente lo que el mundo necesitaba escuchar. Lo mismo podría decirse de su advertencia sobre “cualquier parte hostil a Israel” que busque “explotar” los ataques para su beneficio.

Pero por muy apropiado que fuera el comentario, y por más útil que pueda resultar cualquier esfuerzo para garantizar “que Israel tenga lo que necesita” en los próximos días —suponiendo que un Ejército estadounidense despojado de suministros debido a la ayuda al esfuerzo bélico de Ucrania esté en posición de reabastecer a las Fuerzas de Defensa de Israel—, la verdadera pregunta clave sobre la posición de la Administración sigue sin respuesta.

Está muy bien expresar simpatía y apoyo a Israel en un día en que ha sido atacado y cientos de judíos han sido asesinados, sin mencionar los miles de heridos y los más de 100 secuestros estimados. Como sabe cualquiera que tenga incluso un conocimiento superficial de la historia judía moderna: la gente ama a los judíos muertos, para citar el título del libro de ensayos de Dara Horn sobre el antisemitismo.

Sin embargo, después de esas declaraciones iniciales: ¿qué dirá y hará Biden cuando empiece la invasión de Gaza y se acumulen las bajas palestinas, cuando los medios internacionales, el establishment de la política exterior —del que proceden la mayoría de su personal en el Departamento de Estado y en el Consejo de Seguridad Nacional—, y el ala de izquierda interseccional de su partido hablen de "fuerza desproporcionada" y de la "necesidad de moderación israelí"? ¿El apoyo de Biden seguirá siendo “inquebrantable y sólido como una roca”?

¿Hará una distinción entre el derecho de Israel a la autodefensa y la necesidad de pasar ahora a la ofensiva contra el pueblo que ha masacrado y secuestrado a judíos?

¿Presionará Biden al primer ministro israelí Benjamín Netanyahu para que no elimine a Hamás con el objetivo de evitar matar a más terroristas y civiles o de preservar las posibilidades míticas de una solución de dos Estados que los palestinos han rechazado sistemáticamente?

A lo largo de los 51 años de su carrera política nacional, Biden ha hablado a menudo de su afecto por Israel. Sin embargo, su postura proisraelí siempre ha estado condicionada a que los israelíes hicieran lo que les decían estadounidenses como él, que creían saber mejor que los líderes elegidos por el pueblo israelí lo que era bueno para el Estado judío. Puede que le importe Israel, pero el presidente siempre ha sido uno de los que pensaban que podían “salvar a Israel de sí mismo” incluso antes de que esa frase se hiciera popular en la izquierda.

En los próximos días y semanas, es probable que ese punto de vista se escuche con frecuencia en los principales medios de comunicación durante los debates sobre la guerra.

Desde el golpe de Estado de Hamás en 2007, en el que la organización terrorista obtuvo el control de Gaza, los líderes israelíes, incluido Netanyahu, siempre se han abstenido de realizar operaciones militares que fuesen más allá de las popularmente caracterizadas como maniobras para “cortar el césped”. La opinión generalizada era que, aunque la decisión de Ariel Sharon en 2005 de retirar todos los asentamientos, colonos y soldados israelíes de Gaza fue un desastre, revertirla era impensable. Hamás había transformado el pequeño territorio en una fortaleza que, si bien no era inexpugnable, seguía siendo una posición tan formidable que retomarla sólo podría hacerse a costa de bajas israelíes y palestinas inaceptables. Se ha dado por sentado que desalojar a Hamás era algo que ningún líder israelí estaba dispuesto a contemplar.

Las atrocidades del 7 de octubre, la matanza masiva de judíos y, sobre todo, los videos que muestran los asesinatos, la profanación de los cadáveres por parte de los palestinos y la difícil situación de los cautivos —incluidos  niños y ancianas— pueden haber cambiado todo eso.

No se trata sólo de que el siempre cauteloso Netanyahu entienda que después del monumental fracaso del establishment de seguridad (gran parte de cuyos dirigentes no ocultaron su antagonismo hacia el primer ministro en los últimos nueve meses de conflicto político) para impedir esta invasión, su propio legado depende de un contraataque que sea lo suficientemente decisivo como para aliviar el dolor de lo ocurrido el 7 de octubre. También puede ser cierto que el pueblo de Israel esté lo suficientemente indignado como para estar dispuesto a apoyar el tipo de costosas operaciones militares que serán necesarias para garantizar que Hamás pague el precio máximo por su decisión de ir a la guerra.

El dolor y el miedo que han causado los ataques de Hamás (y que bien pueden durar tanto como el legado de la Guerra de Yom Kippur, cuyo 50º aniversario se celebró la semana pasada) pueden haber transformado fundamentalmente la sensibilidad política de los israelíes.

Eso puede significar poco para una Administración estadounidense que todavía se aferra a ilusiones sobre el empoderamiento de un movimiento nacional palestino —cuya intransigencia y odio se expresaron en las atrocidades del sábado— como camino hacia la paz.

Biden sabe que las simpatías de su partido han cambiado en los últimos años. La encuesta de seguimiento más reciente de Gallup mostró que los demócratas favorecen a los palestinos sobre Israel en un 49% frente a un 38%. Por el contrario, los republicanos respaldan a Israel por un asombroso margen de 78% a 11%, mientras que los independientes lo apoyan con un margen de 49% a 32%. Esto ilustra el creciente poder de la izquierda interseccional que ve a judíos e israelíes como "opresores blancos" y a los palestinos como víctimas, independientemente de los hechos.

También refleja el punto de vista de una prensa liberal dominante, que está dispuesta a creer la mentira de que los palestinos simplemente se defendían al masacrar a judíos en sus hogares, así como a combinar el total de civiles israelíes que habían sido asesinados con los de asesinos palestinos —como ha demostrado la cobertura inicial de medios como el New York Times y MSNBC—.

Los israelíes ahora pueden estar dispuestos a pagar prácticamente cualquier precio para librar a Gaza de Hamás y garantizar que los palestinos nunca más puedan infligirles semejante dolor. Pero todo lo que Biden ha hecho en el pasado y todo lo que se dice en la izquierda política de Estados Unidos tendería a indicar que él y su partido no estarán de acuerdo con el deseo del pueblo de Israel.

Es difícil imaginar que el presidente pueda deshacerse de sus tontas creencias sobre que los palestinos quieren la paz y sobre la necesidad de rendiciones territoriales suicidas por parte de Israel. Incluso si lo hiciera, se vería sometido a una enorme presión para obligar a Netanyahu a detener el contraataque mucho antes de que alcance siquiera sus objetivos más mínimos. Esa oposición vendrá de su base política, de sus partidarios de la prensa —que lo han defendido implacablemente de las acusaciones sobre las actividades empresariales corruptas y los fracasos políticos de su familia desde que llegó a la Casa Blanca— y de su propio equipo de política exterior, compuesto en gran medida por 'exalumnos' de Obama que son decididamente hostiles al Estado judío.

Los crímenes de los palestinos pueden haber hecho imperativo que Israel no acepte retornar a un statu quo que permite a los terroristas representar una amenaza constante. Es probable que Netanyahu tenga el suficiente apoyo interno para hacer lo que sea necesario (sin importar cuántos escudos humanos en Gaza resulten dañados) para garantizar que Hamás y los palestinos sean derrotados, en lugar de salir beneficiados  de esta guerra.

La prueba definitiva de la afirmación proisraelí de Biden es si su Administración respaldará tal resultado en lugar de, como hizo el secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger en 1973, tratar de dar a Israel el apoyo suficiente para sobrevivir, pero no para ganar decisivamente. Si se aleja de Israel cuando el conflicto entre en su siguiente fase, cualquiera que afirme ser partidario del Estado judío deberá juzgarlo en consecuencia.

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