A la mayoría no le gusta el nuevo Gobierno del Estado judío... que sigue mereciendo su apoyo frente a quienes se afanan en destruirlo.

El Gobierno israelí que asumió el pasado jueves trae consigo nuevos desafíos para quienes se preocupan por el Estado judío. La caracterización de la coalición liderada por el primer ministro Benjamín Netanyahu como "la más derechista" en los casi 75 años de historia del país no es errónea. Y la mayoría de los judíos estadounidenses no están contentos.

La cuestión es si un número suficiente de ellos pueden tragarse su aversión por Netanyahu, o por sus socios de coalición, como el ministro de Finanzas –Bezalel Smotrich– y el ministro de Seguridad Nacional –Itamar ben Gvir–, para evitar una ruptura de tal calibre entre ambas comunidades que dañe, tal vez de forma permanente, la alianza entre EEUU e Israel.

La respuesta es que sí deberían, por varias razones; para empezar, porque esa quiebra sería explotada por el ala izquierda interseccional del Partido Demócrata y por otros elementos antisionistas o indiferentes al destino de Israel. No está nada claro, sin embargo, que las principales organizaciones judías progresistas sean capaces de dejar de lado sus diferencias ideológicas con la nueva coalición israelí de gobierno. Tampoco es probable que muestren el liderazgo necesario para unir a una comunidad dividida en torno a la idea de que hay que respetar los deseos de los votantes israelíes y oponerse enérgicamente a la presión estadounidense para "salvar al Estado judío de sí mismo". Y es que la división tiene una causa obvia.

Israel es un país de centro-derecha, con una clara mayoría que prefiere a los partidos del bloque derechista-religioso liderado por Netanyahu. Los judíos estadounidenses se inclinan mayoritariamente hacia la izquierda, y la mayoría apoya a los demócratas frente a los republicanos, generalmente más proisraelíes. No hay que subestimar el aspecto partidista de este asunto. En un momento en que la política ha asumido el papel que la religión solía desempeñar en la vida de la mayoría de los estadounidenses, el hecho de que un número creciente de judíos americanos consideren al Estado judío como el equivalente moral de un estado republicano crea una enorme barrera entre ellos y los israelíes. Si los estadounidenses –incluidos los judíos– se oponen ahora más al "matrimonio interpolítico " que a las relaciones interraciales o interconfesionales, a los demócratas judíos les resultará cada vez más difícil sentirse cerca de Israel.

Las diferencias religiosas también son importantes. La mayoría de los estadounidenses se identifica con confesiones no ortodoxas que tienen como eje de fe las políticas progresistas. Y aunque la mayoría de los israelíes no son religiosos, incluso los laicos tienden a ver la ortodoxia como la única forma legítima de judaísmo. A los estadounidenses les cuesta entender esta mentalidad y el hecho de que más del 26% de los israelíes hayan votado a los partidos explícitamente ortodoxos –de diverso signo– que conforman la mitad de la coalición de gobierno.

La diferencia entre ambas tribus va más allá de la política o la religión y se extiende al ámbito de la identidad. Se trata de si los estadounidenses progresistas son capaces de aceptar la idea de un Estado particularista, aunque sea el único judío del planeta.

Estados Unidos es un país cuya existencia está enraizada en valores universales que pretenden derribar las barreras entre los pueblos y credos. En cambio, Israel –como la mayoría de las demás naciones– es una muestra de particularismo. Su prioridad es reconstituir y defender la soberanía de los judíos en su patria ancestral, no ser la última y mejor esperanza para toda la Humanidad.

La tensión inherente a un Estado cuyo propósito es particularista pero que pretende gobernarse democráticamente y respetando los derechos de las minorías religiosas y étnicas es un tema de debate permanente en Israel. La actual coalición de gobierno representa la idea de que debe darse prioridad a la defensa de los derechos y la seguridad de los judíos, aun cuando los principios democráticos elementales sean honrados y defendidos –por mucho que lo nieguen sus detractores.

Mientras tanto, la suposición de que los judíos estadounidenses siempre fueron firmes defensores del sionismo y que sólo empezaron a desilusionarse con el ascenso del Likud en 1977 –especialmente durante los inauditos 13 años de mandato de Netanyahu– es un mito. Los periodos de gran entusiasmo judeo-americano por Israel fueron más la excepción que la regla.

Estados Unidos es un país cuya existencia está enraizada en valores universales que pretenden derribar las barreras entre los pueblos y credos. En cambio, Israel –como la mayoría de las demás naciones– es una muestra de particularismo. Su prioridad es reconstituir y defender la soberanía de los judíos en su patria ancestral, no ser la última y mejor esperanza para toda la Humanidad.

La resistencia judeo-americana al sionismo fue feroz en el medio siglo que transcurrió desde la fundación de dicho movimiento hasta el nacimiento de Israel, en 1948. Si bien dos rabinos reformistas –Stephen Wise y Abba Hillel Silver– se convirtieron en notables promotores de un Estado judío en las décadas de 1930 y 1940, el movimiento reformista se oponía ideológicamente a cualquier idea de una tierra prometida que no fuera Estados Unidos. Entidades mayoritarias como el American Jewish Committee tenían una tendencia similar.

El Holocausto y el drama de la creación de Israel y sus primeras guerras aplastaron durante un tiempo el sentimiento antisionista como fuerza política activa. Pero ese consenso terminó una vez que el asesinato de 6 millones de judíos –que no tenían patria a la que huir antes de que existiera Israel– quedó a salvo en el pasado distante. Después de 1973, la posibilidad de un segundo genocidio, en caso de que el Estado judío sufriera una derrota militar catastrófica, ya no parecía realista.

El resurgimiento del debate sobre el sionismo previo a 1948 era, pues, inevitable. Un Israel todavía enfrentado a los arduos y a menudo engorrosos problemas de librar una guerra generacional contra islamistas y nacionalistas árabes incapaces de aceptar la legitimidad de un Estado judío estaba destinado a horrorizar a los judíos cuya visión del progresismo les hace desconfiar de los Estados-nación particularistas.

Durante las primeras décadas de existencia de Israel, las diferencias mencionadas fueron disimuladas por el predominio del sionismo laborista, cuya retórica universalista encajaba perfectamente con las sensibilidades progresistas, aunque las políticas de seguridad que aplicaba no lo hicieran. Pero incluso en su forma más idealizada un proyecto particularista como el sionismo ha sido difícil de vender a los judíos estadounidenses, la inmensa mayoría de los cuales considera que las preocupaciones tribales no sólo son antitéticas para su bienestar, sino posiblemente racistas.

Habiendo encontrado un hogar en el que se les concedía libre acceso a todos los sectores de la sociedad, y en el que la mayoría no judía se mostraba dispuesta a casarse con ellos, no es de extrañar que los judíos estadounidenses hayan tenido dificultades para alinearse con un Estado declaradamente etnorreligioso con una razón de ser tan diferente.

Además, una población judeo-americana en la que la aceptación de la asimilación ha segregado un grupo numeroso y en rápido crecimiento que los demógrafos denominan "judíos sin religión" no ve con buenos ojos a un país que se define específicamente como Estado judío, por muy generosas que sean sus políticas hacia los palestinos o hacia las confesiones judías no ortodoxas. Si son muchos los judíos estadounidenses que ya no están seguros de que la supervivencia de su comunidad importe, ¿cómo se puede esperar que consideren con algo más que indiferencia el interés de los judíos israelíes por preservar su Estado frente a enemigos peligrosos?

Muchos judíos hablan de su disposición a apoyar un Israel más amable, menos nacionalista y religioso que el que eligió a Netanyahu y sus aliados. Apoyan los esfuerzos de los demócratas por presionarlo para que haga concesiones suicidas a los palestinos, que, tanto si los estadounidenses están dispuestos a admitirlo como si no, se proponen la eliminación de Israel. También quieren que acoja mejor las modalidades progresistas del judaísmo que practican los estadounidenses, y que los ortodoxos tengan menos influencia.

Pero, por mucho que usted piense que esos cambios harían a Israel un lugar mejor o más seguro, la mayoría de los israelíes no está de acuerdo. Así pues, aunque gran parte de las críticas se enmarcan en la defensa de la democracia para sintonizar con los argumentos del Partido Demócrata que ponen en la mira a los republicanos, no hay nada de democrático en frustrar la voluntad de los votantes de un país o en tratar de imponer una mentalidad que estos consideran ajena a sus necesidades.

El reto para los progresistas no es sólo cómo lidiar con un Israel dirigido por Netanyahu, Smotrich y Ben Gvir, o dejar de lado la exageración partidista que lo tacha de tiranía fascista o fundamentalista. Sino aceptar el hecho de que Israel no es una variante mesoriental de los enclaves demócratas donde vive la mayoría de los judíos estadounidenses.

Tienen que comprender esa idea sencilla, pero aún difícil de aceptar, y olvidarse del Israel de las fantasías progresistas. Si quisieran, tendrían fácil comprender que, independientemente de quién dirija Israel –o de cómo piensen, recen o voten sus ciudadanos–, la supervivencia del único Estado judío sigue siendo una causa justa y digna.

© JNS