GUERRA DE UCRANIA

Biden ha dado sobradas muestras de debilidad y el Kremlin creyó que podía salirse con la suya hiciera lo que hiciera.

Es verdad que el hombre (como especie, no como género) lucha constantemente por dejar atrás su pasado animal, pero no siempre resulta prudente este ejercicio de humanidad. En la jungla hay un principio básico de comportamiento: el débil alimenta la agresión. Repito por si no se ha entendido. Es el débil, no el fuerte, el que lleva a los depredadores a comérselo. El fuerte ataca normalmente en las mejores condiciones. ¿Para qué arriesgarse con otro más o menos igual si hay debiluchos, ingenuos o crías incapaces de defenderse adecuadamente? No es la ley del mínimo esfuerzo, es la ley del mínimo riesgo.

Nadie quiere oír hablar del arranque de la guerra –invasión rusa– de Ucrania. No sé muy bien por qué. Pero me gustaría traer a colación un dato. Putin se anexionó la península de Crimea y fulminó la frontera este de Ucrania en 2014. Bajo Obama. No volvió a arriesgarse a incursión alguna durante siete años, cuatro de los cuales transcurrieron bajo la presidencia de Donald Trump.  ¿Casualidad? No lo creo.

¿Qué es lo que ha cambiado, pues, desde 2021, cuando Trump fue expulsado de la Casa Blanca? Todo se reduce a un único nombre: Joe Biden. Tanto en su quehacer diario (últimamente se dedica a invocar a congresistas muertos, como Jackie Walorski; o a saludar a un público inexistente, de espaldas al real) como en sus políticas (salida precipitada y calamitosa de Afganistán; ronda pedigüeña y fracasada por los países del Golfo…), el presidente Biden ha dado sobradas muestras de debilidad. Edad avanzada y pusilanimidad ante amenazas reales eran la combinación perfecta para que el Kremlin creyera que podía salirse con la suya hiciera lo que hiciera. Es China la superpotencia hegemónica, no Estados Unidos.

Ahora, las percepciones a veces engañan. Y hay dos cosas en las que Putin y sus asesores se han equivocado: la primera, en no contar que cuando públicamente un líder occidental, como es el presidente de los Estados Unidos –todavía la principal potencia de Occidente–, es percibido públicamente como muy débil, sus asesores políticos siempre le llevan a responder de manera agresiva ante una crisis, a fin de mejorar su imagen. En Washington, en enero de este año aún no se tomaban en serio la posibilidad de que Putin invadiera Ucrania, por lo que una retórica belicista por parte de la Casa Blanca sólo podía resultar en una imagen presidencial más seria y firme. El problema es que, una vez que el presidente se compromete a ayudar a Ucrania sea como sea, cuando empieza la invasión ya no hay marcha atrás posible. Y cuando las tropas rusas fracasan en sus planes iniciales, del apoyo a Ucrania se pasa a querer castigar a Putin. Y, finalmente, a perseguir su derrota en la propia Rusia.

La única esperanza que nos queda es que Donald Trump se presente a las presidenciales de 2024 y las gane. Aunque a los europeos les repatee el personaje. Entonces quizá volvamos a un mundo más seguro.

La segunda malinterpretación por parte del Kremlin tiene que ver con los europeos. Rusia no entendió que la tradicional renuencia europea a involucrarse en una guerra podía quedar atrás si con ello la UE adelantaba a la OTAN como organización esencial para la paz en Europa. Y tampoco entendieron los rusos que la OTAN no se iba a dejar dar la puntilla resignadamente. Compitiendo entre sí, también en el Viejo Continente, estructuralmente pacifista, generaron una retórica bélica sin apenas reflexión y sin llegar nunca a definir qué queremos los europeos en este conflicto. El famoso automatismo que arrastró a Europa a la I Guerra Mundial es un chiste comparado con los que parecen llevarnos al precipicio económico y al apocalipsis nuclear.

Esta semana Donald Trump se ha ofrecido voluntario para buscar una solución política a la guerra. Y ha sido denostado por ello. Injustamente, debo añadir. Hasta España, cuya tradición diplomática siempre ha sido la de servir de mediador, no está por llegar a ningún acuerdo. La manipulación informativa es tal (¿alguien ha llegado a ver alguna baja causada por los ucranianos, en el contexto de esta pornografía bélica que todos los días nos muestra niños, mujeres y hombres amputados, calcinados o baleados por los rusos?) que en la escena política sólo parece haber un campo: el de quienes quieren que los ucranianos luchen hasta el último de sus hombres y no sólo hasta que recuperen su suelo, sino hasta que desalojen a Putin del Kremlin. Quienes se oponen a la guerra, los nacionalistas del nosotros primero, así como los realistas de los intereses nacionales ante todo, no se atreven a manifestarse, marginados por la apisonadora mediática pro-Zelenski.

Pero también quienes abogan por una solución pactada son arrinconados. Kissinger nos acaba de recordar otra ley importante de la jungla: el animal herido se vuelve más agresivo y letal si se le arrincona que si se le deja una salida. Y me temo que es una ley también válida para las circunstancias actuales. Porque quienes dicen que permitir que Putin siga al frente de Rusia es simplemente posponer lidiar con la amenaza no piensan bien en lo que están buscando: ¿qué puede esperarse de un nuevo colapso de Rusia?  En mi opinión, un Moscú más inestable sólo nos traerá más problemas. Pero parece que eso es algo en lo que nadie quiere pararse a pensar. 

La única esperanza que nos queda es que Donald Trump se presente a las presidenciales de 2024 y las gane. Aunque a los europeos les repatee el personaje. Entonces quizá volvamos a un mundo más seguro.